Después de algunas semanas sin leer —mi lectura a mediados de julio era Huaco retrato de Gabriela Wiener, la dejé porque me robaron el celular en que leía—, entre el 23 al 28 de septiembre me introduje en dos libros de no-ficción que se vinculan de manera cercana con lo que planeo escribir próximamente y, tal vez, un poco —solo un poco— con mi historia personal.
A penas ayer en la noche, luego de terminar El dolor de los demás de Miguel Ángel Hernández, la segunda novela de no-ficción que leí en la semana noté lo obvio: había leído dos obras que no son ficción, y que me hablan, me toman de los hombros y sacuden mi cuerpo, que está siempre absorto, disociado, viendo a las nubes y pensando en la muerte.
Es precisamente la muerte el hilo que conduce, vincula y les da vida u horizonte a ambas obras. En Lo que no tiene nombre de Piedad Bonnett conocemos a Daniel Segura Bonnett, Dani, que ha decidido lanzarse desde un sexto piso y acabar con un sufrimiento emocional que le aquejó y acosó durante cerca de una década. En mi caso, al leer crecí con Daniel, quise decirle que se detenga y que hay algo más allá del dolor, lo sé. Pero leer también me hizo notar que, al igual que él, también he estado en las alturas muchas veces.
La escritura poética de Bonnett, su madre, le aúpa y le besa siendo un bebé, un infante y un adulto, pero también le crea un nicho cerca de casa, aunque sus restos no retornaron a Colombia.
La escritura, en general, es dolorosa y la vida solo puede ser física. Solo lo que está vivo puede dejarse afectar por el placer, el dolor y el trauma.
Por otra parte, en El dolor de los demás, Hernández vuelve en el tiempo, veinte años atrás, para deshilar el hecho que se describe en la primera línea de la novela: «Hace veinte años, una Nochebuena, mi mejor amigo mató a su hermana y se tiró por un barranco».
Es solo una línea, un momento de tensión, crece el morbo. ¿Por qué el asesinato? ¿Por qué el suicidio? ¿Qué derecho tengo a sentir curiosidad por un evento que ocurrió cinco años antes de que yo naciera y al otro lado del océano?
Afortunadamente, Hernández se hace una pregunta similar, aunque más próxima, desde luego. Él reflexiona sobre los motivos que le han llevado a escribir ese libro, a enfrentarse a todos esos eventos, a la recreación mental del crimen y del suicidio siendo que solo fue un actor externo a todos los acontecimientos. Bonnett, en cambio, atravesada de una manera más cercana al dolor, a la muerte del hijo, a la desaparición tras sus propias palabras de su cuerpo, se pregunta algo semejante: se cuestiona si escribe desde el dolor y para el tributo. Cerca del final del libro cita a Annie Ernaux en El acontecimiento. Ahí Ernaux explica que tenemos el derecho a escribir sobre cualquier evento o escenario de nuestra vida, lo que hemos vivido nos atraviesa y constituye, lo más leal e íntegro que podemos hacer es transmitirlo a la posteridad.
Hernández y Bonnett lo comprenden incluso si eso los —nos— enfrenta a personas que les resultan lejanas, fantasmas literales o a su propio morbo y pudor.
Bonnett percibe a la muerte como un proceso de aproximación a lo natural, plantea la trascendencia, la pérdida del sufrimiento. Hay momentos en que se siente incluso como algo feliz. Para Hernández es algo más traumático, claustrofóbico —el crimen ocurre en la habitación de La Rosi, la víctima— el alcanza a presenciar la camilla que transporta el cuerpo, los ataúdes de los hermanos entrando y saliendo de la casa de infancia y de la misa. Ambas historias se ven atravesadas por la fe cristiana, los ritos católicos, el pecado de decidir la muerte y la vergüenza que algunos pretenden que se siembre en los vivos debido a ello.
Las obras son mucho más complejas de lo que he planteado, pero esto no pretende ser una reseña, sino un comentario y recomendación. Aunque miento un poco. Al inicio sí me interesaba que esto fuese únicamente una reseña.
La pregunta sobre el derecho que tengo a leer estas obras sigue abierta: ¿qué derecho tengo a inmiscuirme en esas historias, a husmear y mirar bajo el papel tapiz de las paredes? La respuesta corta, al menos para mí, en este momento de estabilidad mental, es que, a pesar de todo si atravesase por lo mismo, me gustaría que mi historia fuera contada, con momentos sombríos y desarticulados, y con la lucidez y la fluidez de las palabras.
Pienso en cómo estos autores que me han impactado tanto escribieron desde el abismo, mirando la altura, lo tenebroso e imaginando el hallazgo de los cuerpos que no llegaron a ver impactados contra lo fatal. Y siento un poco ese miedo, a veces, de noche. He imaginado mi propio cuerpo en las condiciones de lo terrible.
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