mobile isologo
buscar...

Escribanía

Feb 14, 2025

100
Escribanía
Empieza a escribir gratis en quaderno

"Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres".
—Horacio


Creo que de más está decir que soy el escribano Martín Ocampo, cuya escribanía posee presencia en la mayoría de los barrios de la Ciudad de Buenos Aires y sitios de gran poder del Conurbano; mi extensa trayectoria en el ámbito legal, tanto público como privado, me otorgó la premiación del título de Doctor Honoris Causa por parte  de la universidad de la que soy graduado hace bastantes años. Es probable que hasta el gobierno porteño esté en estos momentos considerando distinguirme como ciudadano ilustre, así como a mi padre, el licenciado André Ocampo. Aunque omití comentarlo, mi padre lo inició todo; fue de los abogados más rudos que habré conocido, poseía un aura que se elevaba con sus conocimientos jurídicos. Tristemente falleció meses antes de matricularme como escribano. Siempre me comentaba, entre risas, que le pidió a La Muerte retrasar su llegada para que yo pudiera dar fe de su propio testamento; no ocurrió. Para mi sorpresa, su testamento, articulado por un notario del microcentro, declaraba que su estudio jurídico, hoy mi escribanía, quedaba en mis manos en su totalidad. A partir de ahí me extendí abriendo camino y es lo que es actualmente hoy.
Últimamente me estoy acordando mucho de él, tal vez por el insoportable ruido de mi tos que se asemeja a sus últimos ronquidos y estertores. Yo tenía veintiocho años cuando falleció, y como todo aquel que con veintiocho años pierde a su mentor comencé a imitarlo en reemplazo de su ausencia; lo hacía consciente y en ocasiones inconsistentemente, cuando me señalaban la similitud con él yo sonreía con gusto. Hoy tengo cincuenta y tres años, mi madre volvió a casarse pero yo ni a pasos de querer hacerlo. Creo que hasta ya lo olvidó, a mí me lleva trabajo rememorar años pasados para no hacerlo, porque se puede cambiar de amor muchas veces pero ser hijo de tu padre solo sucede una vez. Pero ya mucho trabajo es sumirse en mi oficio por horas y soportar estos dolores punzantes en la garganta como ahondar en tristezas naturales.
Un día después de haber regresado de la feria notarial yo había estado recolocando gavetas dándole la espalda a quien entrase. Sin prestarle mucha atención, la campana de la entrada hace un ruido horrible al abrirse, culpa de alguien que no sabría entrar a la escribanía. Su acercamiento con pasos livianos y tímidos apenas era perceptible. Para cuando me volteó para atender a quien pudiese haber entrado, veo sentada frente a mi escritorio a La Muerte, como sabía que mi salud no denunciaba tanto peligro pregunté con cordialidad en qué buscaba mi asesoramiento. Se acercó torpemente con la silla y con sus manos esqueléticas me entregó un trámite para la renovación de su contrato de trabajo. Con su escuálido dedo índice señalaba el lugar donde debía estar mi firma como acto de fe legal. Yo no la veía desde la muerte de mi padre, no le recriminé habérselo llevado, tampoco era el lugar, ambos estábamos reunidos por meros propósitos laborales.
Mientras revisaba que el contrato esté redactado correctamente para garantizar su autenticidad, La Muerte aguardaba con paciencia a que acabara. Estaba pasiva frente a mí respetando mi profesionalidad, observando la escribanía con curiosidad como si le fuese reconocida. Una vez que me aseguré de su sólida legalidad, lo firmé; me siguió Ella, su firma era un trazo largo, ornamentado con detalles dramáticos y una elegancia gótica en sus letras gruesas, podía leerse con claridad 《Vuestra señora La Muerte》. Nos estrechamos la mano intentando no rozar la incomodidad de sus flaquezas y se despidió asintiendo con el cráneo reluciente en señal de agradecimiento. Archivado el documento ya legalizado, un té con miel le devolvió la voz a mi garganta reseca y proseguí trabajando, esperando que en la tarde no sufra ninguna aspereza; debía esperar a una pareja para avalar la adopción de un niño, y la llegada inesperada de La Muerte me atrasó en ese asunto.
Aquella semana, yo y mis socios trabajamos con mucha vocación. Últimamente las escribanías tramitaban incontables redacciones de inmuebles y la mayoría pertenecían a las zonas de San Telmo y La Boca; una pareja de adultos mayores, al llegar por un caso de estos, me comentó que recientemente habían contraído matrimonio y buscaban mudarse juntos del geriátrico de donde se conocieron en San Isidro. Los felicité y me limité a cumplir mi rutina: redactar y examinar el título de propiedad para brindar seguridad, firmarlo para certeza jurídica, ingresarlo en el registro y archivarlo para no generar errores a futuro con la cadena de compra. Al marcharse, los vi del ventanal que da a la calle caminar tomados de la mano, ella apoyándose en su hombro y él contemplándola con una sonrisa de haber experimentado felicidad por primera vez. Verlos me ocasionó ciertas cuestiones: ¿cuánto tiempo vivirán en esa casa? ¿les dará la vida para terminar de pagarla? ¿quién será el primero a quien asesore con testamento? Ninguna de mis preguntas esotéricas fueron planteadas con malicia, aunque sí creo que con un temor. Quizás yo nunca sea ese hombre para nadie y nadie será esa mujer para mí, quizás nunca conozca la incógnita de amar a alguien; y mucho menos, amar a un hijo. Nicolas Ocampo, Agustin Ocampo... cuántos nombres para compartir con ese gran apellido y que tal vez nunca se cumplan...
Adentrado en esas ideas casi pude olvidar a aquella clienta mortuoria como un cliente más de los que topan conmigo. Me resulta irónico que todos aquellos que asesoró con testamento, tanto los poderosos con un gran legado que dejar como los humildes que solo abandonan sus migajas, no saben que le estipule a La Muerte la continuación de sus funciones. Suena cruel; pero todos debemos trabajar, y todos debemos morir.
Ese día, en el retorno a casa, mi problema de garganta empeoró y estuve con una fiebre que me imposibilitaba agarrar fuerzas para caminar hasta la escribanía. Faringitis estreptocócica, señaló ser mi médico de cabecera. La fiebre en ascenso fue la peor parte, era aún verano y sentía cada noche náuseas por toda mi garganta que parecían no querer ser expulsadas. Tuve cortas visiones con mi padre que se sintieron reales con el rebalse de mis lágrimas. Lo veía recorrer mi habitación en silencio, con la semblante seria, sin musitar ningún sonido. Una vez recuperado, lo busqué sin sentido por mi hogar, para en unos minutos volver a la realidad de que no había vuelto y nunca lo hará.
Al regresar a la escribanía, el sonido melódico de la campana al abrir la puerta me levanta la mirada de soslayo y observé otra llegada de La Muerte. Su andar abandonaba la timidez y se acercaba a medida con más confianza. Traía consigo una carpeta escarlata de no menos de sesenta partidas de defunción para legalizarlas y posteriormente enviarlas a la central de decesos del Registro Civil. La Muerte conocía el tiempo que requería mi esfuerzo, por lo que me confió los documentos para que yo lo haga tranquilamente y sin ningún apuro, después de todo ambos teníamos un trabajo que no nos permitía pausa. Esto, con el paso del tiempo, llevó a otras tantas partidas más por legalizar. A menudo me ganaba la curiosidad de leer datos personales del difunto, en ocasiones muy tristes: una niña de cuatro años fallecida por un cáncer que le comía el corazón desde cumplidos los dos años; un maestro de veintiséis fallecido por golpes en el cráneo, luego de ser linchado por padres en un falso caso de abuso; un abuelo de noventa y dos años, con problemas respiratorios severos, fallecido por un tiro en el pecho por parte de la enferma que debía cuidarlo. Realmente la muerte no es la peor parte si vemos con perspectiva; lo peor, en ocasiones, son el entorno, el contexto, las circunstancias. La muerte es solo una instancia que no admite prerrogativas.
Durante las semanas siguientes, los papeles por firmar no me daban abasto y tuve que hacer una derivación de algunos asuntos a mis otras oficinas, con menos demanda, y así crear eficiencia cumpliendo con cada cliente. La mayoría de hojas de mi escritorio eran enviadas por La Muerte. Aún así, habiendo intentado agilizar todos los trámites, el tiempo no daba lugar para revisarlas en su totalidad; una fatiga iba haciendo presencia en mi mente, junto con grandes irritaciones en la sien, ojos que se movían errantes y una voz poco a poco más sofocada de tanto gastarse con sus asesorados. Ser escribano es un trabajo muy subestimado. Creen que por dar mi firma no me canso nunca y cobro en dólares en mi cuenta bancaria. Y claramente no. Es un oficio muy delicado, me canso más que un comerciante cualquiera y no cobro en dólares, mucho menos lo haría en un banco argentino, cobro en míseros pesos, inservible papel‐moneda; apenas con eso puedo cambiarlo por billetes americanos de cara grande, apenas eso puedo, y siempre guardados detrás del cabezal de roble de la cama, obvio. Todos me subestiman, a mí, a mis socios y al trabajo extraordinario de mis escribanías. ¿Puede ser posible? Hasta la muerte reconoce mi labor ardua, diría que es más viva que muchos vivos. Tanto que me ayudó a agilizar mis papeles: cada domingo me envia en una caja todas las defunciones de la semana, así divido la legalización de esos trámites y la revisión de otros, como contratos o testamentos.
Mientras hacía llegar unos papeles a una inmobiliaria, me percaté de la aparición de un nuevo síntoma. Desde mi reincorporación, los pulmones me oxigenaban con pureza; sin embargo, ahora reconozco un calambre leve en el abdomen cada vez que me muevo bruscamente,  como si una flecha me atravesará al pararme o sentarme. Será la edad, supuse, serán los inútiles músculos de la adultez. Con esa nueva observación seguí con lo que me comprometía. No era como aquella dolencia punzante en la garganta, eso sí fue terrible, sentía como el aire en mi tráquea le costará pasar y me hacía toserlo, de solo recordarlo retrocedo a esa presencia ardiente ahí adentro y a la respiración agitada.
Marzo ya iba dando entrada a vientos suaves. Desde el ventanal de la escribanía, las hojas doradas que se acumulaban en los cordones iban en aumento, y la llegada de un otoño frío parecía ir anunciándose. Yo ya me había acostumbrado al dinamismo de las cajas semanales de mi flamante socia, su aparición los domingos al mediodía se convertía en mi diario matutino: a ver qué hay de nuevo. Para mi asombro, terminando mis trámites de los difuntos legalizados, mi atención se quedó en que uno de esos trámites estaba faltante de documentación completa y firmas correspondientes. Pasé por alto este suceso. Un documento sin datos pudo haber sido enviado por error, es creíble pensarlo. Dios atiende en Buenos Aires pero La Muerte en todos lados. ¿Cuántos escribanos la tendremos como cooperadora? Se habrá equivocado en mandarla, la pobre. Optando por ese pensamiento, introduje aquel documento vacío en una gaveta de archivos insustanciales y que se acumulan sin una importancia cierta.
A medida que las brisas leves se asimilaban con mayor fuerza a vendavales, también mi pinchazo inocente se asemejaba a un dolor abdominal grave que iba en aumento. A su vez, el documento en blanco volvía a asomarse entre las nuevas partidas de fallecimiento que llegaban. Mi mente visualizaba pasar por un déjà vu; pero sabía que no. Cada domingo que me lo encontraba, crecía mi incertidumbre sobre si solo era un envío erróneo. Cada vez más cercano, más presente. Ya no era el último papel dentro de la caja, ya era el primero en dejarse ver, o incluso peor, ya venía por fuera de ésta.
El dolor creciente en mi zona abdominal era insoportable, nunca acudí a consulta. La última vez en entrar a la escribanía y hallar el documento esperándome, me esperaba también mi socia, La Muerte. Esta vez no se sentó del otro lado del escritorio, donde los clientes ven el temor de su herencia; estaba sentada en mi silla, la de cuero ocre, la silla de escribano que ve que nadie quiere morirse. Yo me senté frente a ella, sometido. Realizó su firma imponentemente gótica y deslizó el documento por el escritorio con sus cinco dedos magros sobre ella hasta llegarme a mí. Su mirada cavilosa me regaló un último acto de empatía. Tosí.
Firma, el Licenciado y Doctor Honoris Causa, Martín Ocampo.
La campana de la escribanía avisa la entrada de mi padre.

Gonzalo I. Lloret

Comentarios

No hay comentarios todavía, sé el primero!

Debes iniciar sesión para comentar

Iniciar sesión