LOS 3 MONOS MUSICALES
Esta historia comienza con tres chicos: Baltasar, Beto y Becky, conocidos como el grupo matón de su clase en la escuela secundaria. Siempre se burlaban de los demás y odiaban las excursiones escolares, especialmente las que incluían actividades físicas. Sin embargo, esta vez no pudieron evitar ir al campamento llamado “Campus de Mateo”, fundado por una misteriosa empresa llamada Albornoz Entertainment.
Nada más llegar, la primera actividad fue presenciar un musical de bienvenida en un pequeño escenario del bosque. Tres figuras disfrazadas de monos aparecieron: uno con una trompeta, otro con platillos y el tercero con un tambor. Este último llevaba los ojos cubiertos por un trapo. Tocaron una melodía extraña y algo desentonada, mientras los estudiantes miraban en silencio.
Luego, el guía explicó que los tres monos representaban a los Tres Monos Sabios:
· El de la trompeta: “no hables el mal” (taparse la boca),
· El de los platillos: “no escuches el mal” (taparse los oídos),
· El del tambor: “no veas el mal” (taparse los ojos).
A los tres matones les pareció ridículo. Entre risas y burlas, idearon una broma cruel: arruinar el espectáculo. Más tarde, cuando el guía mostraba las cabañas, el trío se separó en secreto y entró a la sala de vestuarios, aprovechando que la recepción estaba vacía.
Allí, encontraron las botargas de los tres monos. Baltasar pegó la trompeta a la boca del traje, Beto selló las orejas del de los platillos, y Becky cubrió los ojos del tambor con un trapo empapado en pegamento fuerte. Luego, escaparon sin ser vistos y regresaron con el grupo, mintiendo que habían ido al baño.
Esa misma tarde, el show volvió a repetirse para otro grupo. Tal como planearon, salió todo mal: el mono de la trompeta no podía emitir ningún sonido, el de los platillos generaba un escándalo ensordecedor, y el del tambor golpeaba al aire sin notar que había perdido los palillos. El público se disgustó y el organizador regañó duramente a los intérpretes. Desde lejos, los matones observaban todo, muertos de risa.
Esa noche, durante la actividad de slackline, comenzaron a suceder cosas extrañas. Baltasar vio fugazmente al mono trompetista entre los árboles, pero cuando volvió a mirar, había desaparecido. Becky, mientras caminaba sobre la cuerda floja, vio al mono del tambor bajo sus pies. Asustada, perdió el equilibrio, aunque el arnés evitó su caída. Al reincorporarse, la figura ya no estaba. Beto, por su parte, creyó ver al mono de los platillos observándolo desde lejos… y luego nada.
Más tarde, en la fogata, intentaron no hablar del tema, aunque algo en el ambiente había cambiado. Tras comer choripanes y compartir historias, se retiraron a sus cabañas.
Aquella noche, Baltasar despertó con la sensación de ser observado. Abrió los ojos y vio una sombra simiesca. Antes de gritar, la figura lo golpeó y lo dejó inconsciente.
Cuando volvió en sí, estaba atado a un tronco, cerca de una fogata apagada. Quiso gritar, pero no pudo: su boca estaba cocida. A su lado, Beto lloraba con las orejas cosidas y Becky, ciega, con los ojos sellados por hilos negros. Los tres estaban atrapados… y frente a ellos aparecieron los tres monos musicales, reales, retorcidos, y con una expresión demoníaca. Ellos habían sido quienes los castigaron. Baltasar se desmayó del terror.
Al día siguiente, el guía hizo la lista en el desayuno, pero Baltasar, Beto y Becky no aparecieron. Los profesores tampoco sabían dónde estaban, así que llamaron a la policía. Se revisó todo el campamento… sin rastro de ellos.
Horas más tarde, llegó un nuevo grupo escolar. En el escenario, los tres monos volvieron a presentarse, pero esta vez el espectáculo fue extrañamente perfecto. Al terminar, el organizador fue a felicitarlos, pero ellos no dijeron ni una palabra. Intentó quitarles las máscaras, pero los monos lo detuvieron con fuerza.
El personal sospechó y regresó por la noche. Entre varios, lograron retirar las cabezas de las botargas a la fuerza… y lo que vieron fue horrible:
No eran máscaras. Eran rostros humanos, desollados, mostrando músculos y huesos.
Los cuerpos colapsaron al suelo.
La policía, aún en el lugar, acudió de inmediato. Los paramédicos hicieron pruebas de ADN, y los resultados confirmaron lo impensado:
Los cuerpos eran de Baltasar, Beto y Becky.
ANIMATRONICMÓN
Manuel era un joven youtuber conocido por su humor ácido y sus bromas pesadas: desde llamadas falsas hasta globos de agua lanzados a extraños. Sin embargo, detrás de ese personaje bromista, se escondía un verdadero fanático de los videojuegos. Entre sus favoritos estaban Banjo-Kazooie, Super Mario 64 y el irreverente Conker’s Bad Fur Day.
Estaba casado con Hortensia, a quien había conocido en la universidad. Aunque en un principio fueron una pareja feliz, la rutina comenzó a desgastarlos. La vida matrimonial se había vuelto repetitiva: despertar, desayunar, grabar videos, comer, grabar más, cenar y dormir. Hortensia quería formar una familia, pero Manuel se negaba rotundamente. Una noche, luego de una discusión particularmente intensa, el matrimonio llegó a su fin.
Tras el divorcio, Manuel se mudó a la casa de su difunto padre, quien había fallecido de cáncer de pulmón. Allí, descubrió un viejo ático que no recordaba. Al inspeccionarlo, entre cajas de recuerdos y objetos polvorientos, encontró una colección de videojuegos antiguos. Uno de ellos captó de inmediato su atención: un DVD con la carátula rota titulado "Animatronicmón", desarrollado por una misteriosa empresa llamada Albornoz Entertainment.
Detrás de la caja, una nota escrita por su padre decía:
"Hijo, si alguna vez encontrás este juego, te lo ruego: NO lo juegues. Un compañero mío, cuando yo trabajaba como desarrollador, fue víctima de este experimento maldito. El juego lo atrapó durante diez días seguidos. No podíamos despegarlo de la silla, era como si hubiera sido absorbido. Al décimo día, lo encontramos muerto, con diez puñaladas en el pecho. Por eso fue cancelado. Es peligroso. Quemalo si es necesario."
Manuel, escéptico, se rió. “Otra de sus paranoias”, pensó. Sin hacer caso a la advertencia, colocó el disco en su computadora, activó su cámara y comenzó a grabar el primer episodio para su canal.
El juego comenzó con las viejas pantallas de inicio de PlayStation, seguido por el logo de Albornoz Entertainment. La pantalla principal mostraba un personaje seleccionable: Wendy Alonso, una joven de piel azul, pelo lacio y una gorra roja. Manuel recordó vagamente que ese era el nombre de la fundadora de la empresa.
Comenzó la partida. El texto decía:
“Bienvenido al Laboratorio de Harley. Lamentamos informarte que todos nuestros animatrónicos han escapado. Se han perdido 60 en total. Por favor, ayúdanos a encontrarlos.”
Harley, una científica virtual, entregaba al jugador unas "animatrobolas", similares a Pokébolas. Manuel se dio cuenta enseguida de que el juego era una parodia oscura de Pokémon. En pocos minutos atrapó a cuatro animatrónicos: Gastón, Dante, Toy Mateo y Antonela.
Interrumpido por un golpe en la puerta, pausó la grabación. Era su vecino Jacinto, quien lo invitaba a una doble cita. A regañadientes, Manuel aceptó.
En la cena, Jacinto iba con Marta, una rubia extrovertida. Manuel, con Escarlata, una chica reservada y vestida de manera sencilla. Enseguida, Manuel intentó impresionar a Marta: habló de su fama en YouTube, su dinero, y hasta pidió una botella de cerveza cara. Aprovechó un momento a solas para declararse, pero Marta lo rechazó con dureza:
“Sos un egocéntrico. Yo estoy con Jacinto porque es buena persona, no porque tenga miles de seguidores.”
Humillado, Manuel abandonó la cena. Como venganza, dejó en la mesa un archivo con fotos privadas de Jacinto, planeando una broma cruel.
Al día siguiente, reanudó su serie de Animatronicmón. A medida que atrapaba más animatrónicos, una extraña sensación crecía en su interior: el impulso de seguir, sin parar. Después de 18 capturas, no pudo detenerse. Decidió hacer un directo en su canal: “Voy a completar el juego al 100%”.
Pasaron 9 días ininterrumpidos. El directo duraba ya más de 216 horas. Manuel no salía, no comía bien, no respondía mensajes. Su habitación estaba cubierta de basura, su cuerpo era apenas un esqueleto andante.
El décimo día, Jacinto volvió a visitarlo. Al entrar, lo encontró irreconocible: ojos rojos, piel pálida, huesudo, con una sonrisa enferma en el rostro. Jacinto intentó hablarle, pero Manuel solo murmuró: “Estoy por terminarlo…”
Jacinto, decepcionado por lo que se había convertido su amigo, recogió sus pertenencias. Le confesó que Marta le había contado todo sobre la cita y que ya no quería tener nada que ver con él.
Ese mismo día, Manuel atrapó al animatrónico número 60. Harley apareció y lo felicitó por su esfuerzo. Los créditos comenzaron a rodar. Manuel, llorando, cayó de rodillas. Estaba feliz.
Hasta que la pantalla titiló.
En la computadora, apareció Wendy. Pero ya no era un personaje en 3D. Era real. Su piel azul, su gorra, su sonrisa. Un cuchillo en la mano. Salió del monitor y caminó hacia él.
Manuel apenas pudo gritar.
Diez puñaladas. Una por cada día.
Wendy volvió a la pantalla, que se apagó lentamente.
Horas después, Jacinto volvió para recoger una caja que había olvidado. Encontró el cuerpo de su amigo, tendido frente a la computadora. El pecho hecho trizas. Llamó a la policía.
Hasta el día de hoy, nadie sabe quién fue el asesino. El archivo de la transmisión desapareció. El juego nunca fue encontrado. Y la empresa Albornoz Entertainment ya no existe.
EL HOMBRE SIN ROSTRO
La historia comienza con Alberto, un anciano cuya vida se encontraba en sus últimos días. Su corazón, debilitado por múltiples infartos de miocardio, apenas le permitía caminar sin dolor. Sin embargo, una mañana recibió una inesperada llamada: la gerente del hospital le informó que había un corazón disponible para trasplante. El donante era un joven llamado Jeffrey Fernández, un guardia de seguridad que había muerto en circunstancias extrañas: según el informe, un animatrónico le mordió el rostro con tal violencia que le arrancó parte del lóbulo frontal.
Alberto, emocionado por esta segunda oportunidad, se dirigió al hospital de inmediato. Fue internado en la habitación 334. Esa noche, mientras intentaba dormir, el nombre de Jeffrey no dejaba de aparecer en su mente, como si estuviera escrito con luz en el interior de sus párpados. Perturbado, decidió visitar la morgue para ver el cuerpo de su donante. Allí fue recibido por la abuela de Jeffrey, una mujer amable que lo saludó con calidez. Le contó que su nieto había encontrado el trabajo como guardia gracias a un simple cartel en la calle. Cuando Alberto se acercó al cuerpo para tomar su mano en señal de respeto, la mano de Jeffrey, fría e inmóvil, se contrajo y le apretó con fuerza, clavándole las uñas. La abuela, sin inmutarse, comentó que era un simple espasmo post mortem.
Días después, la cirugía fue un éxito. Alberto pasó las primeras jornadas dopado, comiendo poco, recuperándose lentamente. La abuela de Jeffrey vino a despedirse un día antes del alta y le agradeció por honrar a su nieto. Mientras escribía su dirección para invitarla a visitarlo, Alberto notó dos niños observándolo desde la puerta. Llevaban máscaras de perros negros —una con manchas amarillas—. Cuando señaló esto, la abuela miró hacia el pasillo: no había nadie. Alberto intentó convencerse de que estaba alucinando.
Al regresar a casa, el anciano se sintió desorientado. La soledad era palpable y el desorden de su hogar reflejaba los años de abandono y tristeza. Mientras miraba un partido de fútbol, escuchó los latidos de su nuevo corazón con tal intensidad que no pudo concentrarse en nada más. Esa noche soñó con Jeffrey. Lo vio acostado en una cama, con vendas cubriéndole el rostro. Sin embargo, a pesar del yeso, los ojos de Jeffrey se abrieron: completamente blancos. Su voz resonó en el sueño como un trueno.
— ¡LARGO!
Alberto se despertó sobresaltado. Su pecho dolía, los latidos eran ensordecedores. Desesperado, volvió al hospital. Los médicos no encontraron nada anormal. Mientras esperaba, una enfermera le informó que la policía había llamado. Al atender la llamada, los oficiales le dijeron que alguien había irrumpido en su casa a las 4:30 de la madrugada. El ladrón había dejado un arma en el lugar, pero logró escapar sin dejar pistas.
Alberto se sintió helado. Si hubiera estado en su casa esa noche… ¿estaría muerto?
De pronto, los latidos en su pecho se calmaron. Su corazón palpitaba suave, sereno, como si una voz invisible le dijera que estaba a salvo. Entonces, por primera vez en su vida, Alberto colocó ambas manos sobre su pecho y susurró con gratitud:
—Gracias, Jeffrey.
Desde ese día, cada latido le recordaba que, de algún modo, no estaba solo.
¡EL MERODEADOR! (EPILOGO)
Leonard estaba en su escritorio, rodeado de fotografías y videos que había recolectado sobre “El Merodeador”. Observaba cada detalle con obsesiva atención, tan concentrado que apenas percibía lo que ocurría a su alrededor. Había encontrado algo revelador: fotografías del lugar de trabajo de un científico llamado Patricio, recientemente fallecido. El lugar estaba lleno de objetos extraños, muchos de ellos relacionados con “El Merodeador”.
Algunos artículos eran herramientas de tortura grotescas, pero lo que realmente llamó la atención de Leonard fueron los objetos tecnológicos, reliquias de los años noventa. Uno en particular le heló la sangre: un disfraz infantil idéntico al rostro del Merodeador. Entonces, Leonard ató cabos. La anciana que había entrevistado mencionó a un niño con ese mismo disfraz. Patricio no solo estaba involucrado… era el secuestrador.
Entre los objetos personales también figuraban registros de dos perros animatrónicos: Peke y Cotí. Curiosamente, esos animatrónicos no estaban entre las pruebas recolectadas. Leonard intuyó que “El Merodeador” los había tomado. Rastreando el origen de los perros, descubrió que eran propiedad de Albornoz Entertainment, la misma compañía detrás de la tragedia de los cinco niños muertos en Mateo’s Albornoz Pizza, hace 11 años.
Leonard comprendió que “El Merodeador” era un animatrónico modificado, probablemente una creación corrompida de Albornoz Entertainment. Decidido a llegar al fondo, fue al archivo policial en busca de información olvidada. Rebuscando entre documentos viejos, encontró un expediente sobre la desaparición de dos gemelos en Gustavo’s Dinner, en 1997. Aquello lo llevó directo al archivo que tanto había buscado.
En otro lugar, Germán deambulaba por la zona industrial abandonada. Luego de su primer encuentro con “El Merodeador”, había decidido esconderse en ese lugar, convencido de que allí estaría más seguro. Encontró refugio en una fábrica en ruinas, donde improvisó una cama con una caja grande. Durante tres días, todo estuvo en calma.
Pero la noche del tercer día, algo cambió. Germán escuchó ruidos. Miró por una de las ventanas y vio a “El Merodeador” entrar cargando una bolsa enorme. Aunque sabía lo peligroso que era, su curiosidad lo venció y decidió seguirlo a escondidas.
La criatura entró a un cuarto pequeño. Había estanterías llenas de artefactos: los restos de una muñeca con una sonrisa escalofriante, partes destrozadas de dos perros robóticos —Peke y Cotí—, y un gato-reloj antiguo, aún en casi perfectas condiciones. Colocó cuidadosamente el reloj en una repisa y luego, inesperadamente, comenzó a regar dos macetas. Las flores estaban increíblemente bien cuidadas. ¿Por qué una criatura como él cuidaría flores?
Germán, sin querer, hizo un ruido. “El Merodeador” lo notó… pero no hizo nada. Lo dejó escapar.
Joey contemplaba sus flores en silencio. Los gemelos lo observaban, inquietos, y le preguntaban por qué cuidaba esas plantas. Joey no respondió. Estaba absorto en sus pensamientos, agotado de todo. ¿Por qué él tenía que capturar a los monstruos que generaba esa entidad sin nombre, que se alimentaba de la desesperación humana? ¿Por qué seguir siendo un animatrónico?
Entonces, un recuerdo emergió de lo más profundo de su memoria: Joey en un campo de fútbol, junto a su padre. Era la primera vez en años que recordaba algo de su vida anterior. Por un momento, quiso dejar ir su conciencia y abandonar el cuerpo mecánico… pero no lo hizo. Sabía que si desaparecía, los gemelos quedarían solos, y esa soledad los destruiría.
Respiró hondo —o lo más parecido que un animatrónico podía hacer— y volvió en sí. Terminó de regar sus plantas.
— ¿Por qué tenés flores? —insistió uno de los gemelos.
Joey les respondió, sin mirarlos:
—Para no volverme un monstruo como ellos.

Mateo
intento crear historias de terror basadas en el juego de FNAF espero que les guste. Y solo tengo 13 años
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