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escalofríos de Albornoz 4

Mateo

Jun 21, 2025

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escalofríos de Albornoz 4
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TUS DÍAS ESTÁN CONTADOS

 Paolo era un hombre que tenía un sobrino llamado Carter, pero en lugar de cuidarlo, siempre lo molestaba. Paolo era el hermano mayor de la madre de Carter, y ella le confiaba la tarea de cuidar a su hijo, aunque Paolo prefería gastar bromas pesadas, como darle una lata de gaseosa que al abrirla empapaba a Carter con espuma.

El padre de Carter se había divorciado años atrás, por lo que Paolo era el hombre de la casa, una responsabilidad que no le agradaba en absoluto.

Un día, la familia fue a una pizzería familiar llamada Mateo’s Albornoz Pizza, famosa por sus animatrónicos: Mateo, Guadalupe y Dante. Pero faltaba uno: Gastón, que estaba fuera de servicio.

Paolo, planeando otra broma para su sobrino, llevó a Carter al cuarto de partes y servicios, un lugar oscuro lleno de cajas y piezas de animatrónicos. Al fondo, una cortina celeste ocultaba un panel de circuito.

Carter estaba asustado, y cuando Paolo lo empujó para acercarse a la cortina, el niño suplicó que lo dejara ir, pero Paolo ignoró sus ruegos y activó el mecanismo.

Un estruendo retumbó, y Carter salió corriendo mientras Paolo se reía, hasta que de repente apareció Gastón, el animatrónico.

Gastón le entregó a Paolo una galleta de la fortuna y cantó:

“Abre, abre la galleta de la fortuna
y sabrás lo que te pasará tu futuro.”

Paolo rompió la galleta y leyó:
“Morirás en siete días.”

Quedó paralizado mientras Gastón concluyó:
“Uh, qué pena, bueno, hasta la próxima niños.”

Gastón desapareció detrás de la cortina, y Paolo salió corriendo hacia su hermana y Carter.

Esa noche, Paolo soñó que estaba tirado en una avenida mientras Gastón lo miraba fijamente, pero no le dio importancia.

Durante los siguientes seis días, Paolo comenzó a ver la cara de Gastón en todas partes: en el reflejo del lavabo, en la pantalla del televisor, en sombras y destellos.

Al séptimo día, en su facultad de ciencias biológicas, Paolo debía hacer una disección de rana. Mientras buscaba un bisturí, tropezó y casi se lo clava en la mano. El profesor le sugirió ir a la enfermería, pero Paolo se negó.

Al salir de su casa, distraído con el teléfono, Paolo no vio un pozo de alcantarilla sin tapa en el paso peatonal y cayó, fracturándose el tobillo. Fue llevado al hospital.

Su madre lo visitó junto a Carter, pero Paolo se mostró hosco y molesto, reclamando a su hermana por llamar a la madre. La madre intentó acercarse y lo invitó a jugar póker en un casino para distraerse.

Paolo aceptó a regañadientes y, usando una silla de ruedas, se dirigieron al casino. La tensión entre madre e hijo era palpable; Paolo resentía que ella fingiera normalidad tras meses sin hablar.

Durante la partida, un accidente hizo que una botella de vino cayera y un pedazo de vidrio cortara la mejilla de Paolo. De nuevo hospitalizados, la hermana reprochaba a la madre, pero esta insistía que solo fue un accidente.

Carter, curioso, habló con Paolo y este le confesó la maldición: la galleta con la frase "Morirás en siete días". Carter sospechaba que Gastón estaba detrás de los accidentes, pero Paolo lo tomó como tonterías y se fue a descansar.

Esa noche Paolo tuvo una pesadilla en la que Gastón lo apuñalaba repetidamente en el hospital.

Al día siguiente, recibió un mensaje de una compañera de clases invitándolo a un evento. Fue a la facultad en silla de ruedas, donde hubo una feria con mini juegos.

Una compañera le hizo probar una caja sorpresa. Paolo quedó atrapado adentro, y al salir, encontró una trampa china para dedos que apretó su brazo hasta cortar la circulación. Sus amigos lo liberaron con tijeras.

Mientras escapaba, un dardo de tiro al blanco le impactó la mejilla vendada. Un profesor intentó ayudarlo, pero Paolo lo empujó y huyó.

En su huida, llamó a Carter para confirmar que la maldición era real. De pronto, la llamada se cortó con un ruido de auto.

Carter avisó a su madre, y juntos fueron al hospital, donde les dijeron que Paolo se había ido a la facultad.

Al llegar, encontraron una ambulancia y descubrieron que Paolo había muerto.

Semanas después, Carter y su madre volvieron a Mateo’s Albornoz Pizza. Carter fingió ir al baño pero se dirigió al cuarto de partes y servicios.

Con valor, abrió las cortinas celestes buscando a Gastón, pero el animatrónico ya no estaba. Salió confundido, preguntándose qué había pasado.

HAY UNA MUSIQUITA EN EL BOSQUE

Renata y Ciro se conocieron en la escuela primaria. Ella, hija de una familia humilde que perdió su casa tras un desahucio; él, descendiente del empresario que lo ordenó—algo que ninguno de los dos sabía cuándo comenzaron a enamorarse. A lo largo de los años el vínculo creció en silencio, hasta que, al graduarse de la universidad, hicieron pública su relación. Las familias, opuestas como polos, intentaron separarlos sin éxito.

Cansados de las presiones, los amantes decidieron huir. Ahorraron lo justo para escapar la noche en que cumplieron la mayoría de edad. Con sus mochilas al hombro caminaron hasta el amanecer y alquilaron una sola habitación diminuta con baño compartido. Durante semanas rastrearon cada negocio en busca de empleo, pero la juventud y la falta de experiencia les cerraron todas las puertas. A una semana de ser desalojados, el hambre afiló su desesperación.

El primer robo fue simple: Renata entraba por las ventanas; Ciro vigilaba y se hacía con teléfonos para revenderlos. Aunque la policía no logró identificarlos, el barrio multiplicó cámaras y alarmas. Apenas reunieron un mes de renta y, tras cuatro días sin comer, resolvieron ir más lejos: robarían a personas solitarias en calles mal iluminadas.

Una noche descubrieron una mansión. Observándola desde un edificio contiguo concluyeron que vivía en ella una anciana viuda. Para evitar las cámaras, compraron máscaras de animatrónicos—Mateo, Dante, Guadalupe y Gastón—; Ciro eligió la de Dante y Renata la de Guadalupe.

Cuando la dueña salió, irrumpieron por una ventana. Saquearon cajones y, en el dormitorio, hallaron un joyero repleto de perlas y lingotes. El chasquido de la llave los congeló. Se ocultaron en el armario, pero al abrir la puerta la anciana los descubrió. Alarmada, amenazó con llamar a la policía. Renata, presa del pánico, la golpeó con un perchero; la mujer cayó y su sangre tiñó la alfombra. El asesinato fue un punto sin retorno.

Vendieron las joyas, compraron un Ferrari y condujeron hasta Villa Urquiza. Durante dos meses quemaron el dinero en lujos, hasta que los números volvieron a ser rojos. Planearon entonces asaltar la casa de un reputado joyero y, después, huir a un país exótico.

La noche de la lluvia, el estruendo del candado al romperse despertó al joyero. Bajó al sótano; la pareja lo estranguló entre sombras. Al escapar oyeron un grito: el hijo de once años hallaba a su padre muerto. El niño corrió a la calle; la policía reaccionó pronto y siguió el rastro de oro que caía del mal cerrado baúl del coche.

Conduciendo bajo el temporal, Ciro perdió la curva de una montaña. El vehículo rodó por la ladera y explotó mientras ellos se arrastraban al bosque. Entre árboles negros resonaba la melodía de una caja de música. Renata siguió el sonido; horas después, Ciro, inquieto, la buscó.

La melodía lo llevó a una cueva. Sobre una roca descansaba la caja de música; al cerrarla, un susurro reptó por la oscuridad:

—«Séptimo mandamiento: no robarás. Quinto mandamiento: no matarás».

A la mañana siguiente, los agentes hallaron el Ferrari calcinado y rastros que conducían al campamento abandonado. En la cueva descubrieron los cuerpos destrozados de Renata y Ciro. En la pared, escrito con sangre, un último recordatorio:

«Séptimo mandamiento: no robarás. Quinto mandamiento: no matarás».

LA MUJER AZUL

Silvia, una niña de 9 años, viajaba en auto junto a su madre y su hermana mayor Sandy. Iban rumbo a la pizzería “Mateo’s Albornoz Pizza”, uno de los lugares favoritos de Silvia. Pero esa tarde no era como cualquier otra: Silvia estaba triste, aún lloraba la pérdida de su perro Puffy, que había muerto el día anterior en un accidente.

Al llegar, su rostro se iluminó un poco. Bajó corriendo del auto, entusiasmada por distraerse. Mientras su madre buscaba una mesa, Silvia y Sandy corrieron a la zona de juegos. Sandy fue a jugar a Frogger, mientras Silvia se dirigió a su maquinita favorita: Tropical Laberinto. Pero en medio del juego, los recuerdos la invadieron. Llorando en silencio, fue sorprendida por una voz suave:

— ¿Por qué lloras, niña?

Silvia se dio vuelta. Frente a ella había una mujer disfrazada con un traje de animatrónica: era una especie de niña con overol. Silvia, entre sollozos, explicó que su perro había muerto. La mujer la escuchó con atención y luego susurró:

—Conozco a alguien que puede ayudarte… Se llama “la mujer azul”. Ella les da regalos a los niños tristes.

Silvia se emocionó. Quería conocer a esa mujer. La animatrónica le tomó la mano y la guió hacia una puerta marcada como “PARTES Y SERVICIO”.

Al entrar, todo se volvió oscuro. Silvia encendió una luz… y de repente estaba en su habitación. Confundida, miró a su alrededor. A sus pies, una caja de regalo con una nota:

Para ti, Silvia.
—De la mujer azul.

Al abrirla, encontró una muñeca de su personaje favorita: Guadalupe, con su mascota, el Señor Pastelito. Al tocarla, la muñeca cobró vida:

—Hola, soy Guadalupe. La mujer azul me creó solo para ti. Ahora somos mejores amigas.

Silvia, aún asombrada, aceptó el vínculo. Guadalupe le explicó que ese lugar no era su verdadera casa, sino una réplica mágica, y que sus sentidos estaban conectados. Lo que Silvia sintiera, comería o viviera, lo sentiría también la muñeca.

Al ir a la cocina, Silvia encontró algo inesperado: ¡su perro Puffy estaba allí! Corrió a abrazarlo, llorando de emoción. Luego, preparó un sándwich. Guadalupe, entre risas, hizo magia: revirtió el sándwich a su estado original, lo hizo flotar… Silvia estaba fascinada.

Pero pronto, la muñeca le dijo algo inquietante: sus padres estaban en el cementerio. Silvia temió lo peor y pidió ir al funeral. Guadalupe aceptó, aunque advirtió que su “maestra” se enfadaría. Le indicó cómo usar su celular para abrir un portal en el armario, y al poner música fúnebre, el ropero se convirtió en un acceso a un cementerio.

Silvia cruzó con Puffy. El cielo estaba gris y las lápidas se extendían por todas partes. Pronto se reencontró con sus amigos Gregorio, Joel y Félix… y una niña que no conocía: Camila, la hermana de Gregorio. Pasaron unos momentos juntos hasta que Silvia fue al funeral. Allí, vio a su madre y a su abuelo… pero no entendía quién había muerto. La lápida estaba borrosa. Entonces, una mano gigante emergió del suelo y la arrastró.

Despertó en su habitación falsa, agotada. Su muñeca Guadalupe flotaba, pero Silvia alcanzó a ver, detrás de ella, a la mujer azul. Cuando se acercó, la mujer azul la apuñaló… pero todo fue una alucinación. Silvia cayó inconsciente.

Al despertar, la muñeca estaba golpeada.

—Mi maestra me castigó —dijo—. Está furiosa. Va a venir por ti.

Guadalupe le explicó que solo había una forma de enfrentarse a ella: usando la máscara de Guadalupe. Silvia entró al armario y apareció de nuevo en la pizzería. Sus amigos estaban allí, escondidos con máscaras de sus animatrónicos favoritos.

—Vamos a asustarla —dijo Guadalupe.

La mujer azul entró al comedor. Los niños salieron de su escondite y gritaron. Ella retrocedió, aterrada, y se encerró en la sala de “PARTES Y SERVICIO”. Cuando abrieron la puerta, la mujer azul llevaba el traje de animatrónica del inicio. Se burló… pero de pronto su cuerpo comenzó a convulsionar. Sangre brotó del traje, y cayó al suelo, muerta.

Silvia cruzó el portal. Del otro lado la esperaba su muñeca, que ahora echaba humo.

—La magia que me mantenía viva está desapareciendo. Pero tranquila, ya estás en tu verdadera casa.

Silvia abrió la puerta… y volvió a la pizzería. Todo era igual al principio: Sandy, su mamá, Tropical Laberinto. Pero esta vez, Silvia se vio a sí misma entrando al local. Asustada, recordó todo. Fue llevada nuevamente al cuarto de partes y servicios. Y allí, lo vio con sus propios ojos: la mujer animatrónica se quitó el casco. Era la mujer azul.

Abrió la puerta… y vio cómo esa misma mujer apuñalaba a “ella misma”. Después, colocó su cuerpo en un traje de Guadalupe.

Silvia entendió: estaba muerta.

Apareció en la habitación falsa, con Puffy. Fue al armario y abrió la puerta. Del otro lado, un animatrónico de Guadalupe la esperaba. Al quitarle la cabeza, vio su propio esqueleto ensangrentado.

— ¿Por qué nunca lo supe? —preguntó Silvia, temblando.

—Porque siempre lo negaste —respondió la muñeca—. Este lugar es un bucle. Siempre volvés al principio, la noche que fuiste asesinada por Wendy Alonso… la mujer azul.

Guadalupe le explicó que Wendy mató a Silvia y a sus amigos hace 5 años, en 2018. Desde entonces, sus almas habían quedado atrapadas en la pizzería. Cada “noche” del bucle era un intento fallido por recordar la verdad. Pero esta vez lo había logrado.

—Wendy también murió. Su traje falló cuando vio nuestros fantasmas.

Silvia usó el armario y regresó al cementerio. Allí la esperaban sus amigos. Todos se sentaron en sus lápidas, ya en paz. Jugaron a las escondidas, al pillo-pillo, y por primera vez en años… eran realmente felices.

¡EL MERODEADOR! (EPILOGO)

Joey despertó en completa oscuridad. Su cuerpo se sentía rígido, pesado… artificial. No podía ver nada, pero sentía que no estaba solo. Dos voces, una masculina y otra femenina, lo rodeaban. Se presentó con timidez, pero la respuesta fue cortante.

—Alan —gruñó una voz.

—Y yo soy Abigail —dijo la otra, con tono seco.

Eran gemelos, uno hombre y la otra mujer. Joey, confuso, intentó moverse y se dio cuenta de algo perturbador: su cuerpo no era de carne. Era frío, metálico. Sus dedos resonaban al golpear algo dentro de sí mismo. Estaba atrapado dentro de un cuerpo animatrónico.

— ¿Qué… qué es esto? —preguntó.

—Estás igual que nosotros —dijeron los gemelos al unísono—. Tres almas, un solo cuerpo.

Joey sintió un nudo en el estómago. En su mente comenzaron a brotar imágenes borrosas: una fiesta de Halloween, él disfrazado de espantapájaros… sangre… gritos… y oscuridad. No recordaba quién lo había matado. Solo sabía que había muerto.

— ¿Ustedes también...? —preguntó, con voz temblorosa.

—No en Halloween —respondió Abigail con frialdad—. Fue en nuestro cumpleaños.

— ¿Cuándo?

—1996.

Joey se quedó sin palabras. Esos niños habían muerto hace casi tres décadas. ¿Cómo era posible? ¿Por qué estaban atrapados con él?

Poco a poco, fue tomando conciencia del entorno. Aunque los gemelos no podían ver nada, Joey sí. Estaban dentro de la parte trasera de un camión de basura. Estaban en el año 2023.

— ¿Por qué solo yo puedo ver? —preguntó, sin obtener respuesta.

Intentó ser amable con los gemelos, buscando un lazo. Les preguntó por su pasado, pero ellos lo rechazaron.

—No recordamos nada. Y no necesitamos amigos —dijo Alan.

—Hace mucho que dejamos de tenerlos —agregó Abigail.

Joey sintió lástima por ellos, pero los gemelos no lo toleraron.

—No necesitamos tu compasión —gruñó Alan.

Sin embargo, poco a poco comenzaron a hablar. Antes de llegar a este nuevo cuerpo, habían estado atrapados en dos animatrónicos con forma de perros: Peke y Cotí. Durante años obedecieron órdenes en un local hasta que fueron destruidos. Sus almas, sin un lugar a dónde ir, se refugiaron dentro del cuerpo donde ahora habitaba también Joey.

Pero había algo más. Los gemelos guardaban un odio profundo. Querían encontrar a la persona que los lastimó. No sabían por qué, no recordaban su rostro ni su nombre… pero la ira seguía ardiendo.

El camión se detuvo.

La compuerta trasera se abrió. Un trabajador apareció, listo para descargar los restos. Pero los gemelos actuaron sin piedad. Canalizaron la energía del cuerpo y le lanzaron una descarga eléctrica. El hombre cayó muerto al instante.

Joey gritó, horrorizado.

— ¿Qué hicieron? ¡Estaba vivo!

Por primera vez, Alan y Abigail guardaron silencio. Algo dentro de ellos se quebró. La culpa los invadió… y entonces ocurrió: una visión atravesó sus mentes.

Vieron criaturas deformes, monstruos acechando a personas inocentes. En el centro de todo, una figura alta, de aspecto etéreo y belleza antinatural los dirigía. Esa entidad los controlaba.

Joey, todavía temblando, se aferró a esa visión.

—Tal vez esa figura esté relacionada con nuestras muertes. Tal vez sea quien nos hizo esto. Debemos encontrarla… y acabar con ella.

Los gemelos dudaron. No les interesaba una guerra contra monstruos. Solo querían vengarse. Pero algo en la voz de Joey los conmovió.

—Si seguimos a esa entidad, quizás recordemos quién nos hizo esto… y por qué —insistió él.

Finalmente, los gemelos aceptaron.

Juntos, salieron del camión. Bajo la luna de medianoche, con el cuerpo chirriante del animatrónico fusionado, comenzaron a caminar. Tres almas perdidas, unidas por la tragedia, dispuestas a enfrentarse al mal que los marcó.

Así comenzó su oscura misión.

Mateo

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