ESCALINATAS DEL TEMPLO

Escuché ayer: “No caigas en las tentaciones del mundo”. Pensé, entonces, en sumergirme en las mías, en esas que brotan de lo más profundo de mi ser, las que danzan en mis sombras y se visten luminosas cuando aparecen provocadoras. No caigas en las tentaciones del mundo, Lina, me dije; cae en las tuyas, para que conozcas de ti no solo lo que el mundo pretendía que fueras, sino también lo que resulta inaceptable.

No caigas en las tentaciones del mundo, Lina. Conoce tus propias compulsiones; deja, por un instante, que tomen el control. Desconócete, quiébrate, desármate; deja caer pieza por pieza lo que te obligaron a creer y obsérvate, absórbete, embriágate de eso que no le cuentas a la gente. Que te deje sorda la voz que susurra sigilosa que estás loca: dale la razón y déjate ir. Reconócete en la obsesión, en el apego, en el deseo desenfrenado, en la adicción, en el desorden, en la desobediencia y la indisciplina, en el verdugo que te habita y te grita que no estás lista. Dale la razón; hazle creer que tiene el control.

Cae en tus propias tentaciones, Lina, pero luego, estando frente a frente, sacúdete, levántate, rearmate y vístete noble, pues no es más valiente el que niega su propia sombra para refugiarse en ella de vez en cuando y empatar con una súplica a lo alto después del fallo, que el que, sin medida de escape premeditada, danza en su oscuridad, encontrando así la libertad en su propia totalidad; porque, al final, ¿qué es la oscuridad sino el umbral donde la luz reconoce su verdad?