Erotizar a la Tristeza.

Domingo 9:30 PM, Londres.

Ella tomaba el cigarro con una etiqueta que atropellaba mi lucidez, carnosidad paradisíaca marcada, casi de manera vulgar, en el filtro del que calaba, no una, sino dos, tres, hasta cuatro veces. De aquel simple acto emanaba una apetencia insaciable de quemar, al igual que el cigarro a sí mismo, una parte de su ser expurgado en cada exhalación. Desconozco si eran virtudes o si todo aquello que se le apuntaba como inmoral.

Entiéndase que ella mutaba de un rojo apasionado, irrisorio al ojo casto y al balcón contiguo moralista, a un rojo quemado, animado por el humo y la tristeza adherida en sus ojos albos. Seductora y melancólica, esa era su fórmula para cautivar. Me incluyo entre aquellos que, con las rodillas hincadas ante su aura tiránica, se condenaban al profesar los versos que ella recitaba de memoria, humorísticamente, como si se tratara de entonar los diálogos de una sátira teatral de bajo presupuesto.

Es decir, repudiaba la fogosidad de una lengua que no fuera la suya, pues no deseaba que la embelesaran, lector, y mucho menos que le bajaran las estrellas. Existía algo en aquella silueta vestida en satén, un pensamiento empírico que, si te detenías a observarla con atención al enfriarse la habitación, la pasión y los cuerpos abrazados bajo el conticinio, podrías escucharla decir, entre pestañeos y suspiros:

“no te atrevas a mojarte los pies si tienes miedo a morir ahogado”.