Epifanía
–Vamos, pedí lo que quieras –le dijo el amo a su siervo con la expresión de un embustero que empuja a su víctima hacia la trampa–. Vamos, que no tengo todo el día, así que apurate.
El siervo sostenía entre sus manos una ligera estatuilla de madera que su amo le había entregado. La misma estaba tallada a mano y tenía la forma de una bestia quimérica que se apoyaba sobre cuatro patas y que de su torso emergían dos prolongaciones que daban la apariencia de dos serpientes decapitadas a cada extremo, ondulándose alrededor del cuerpo mientras la cabeza de la figura exhibía dos ornamentas que confluían sobre sí en forma circular dando el aspecto de una aureola situada detrás de ella. Al tener la estatuilla en su poder, el siervo tuvo una extraña sensación. Como la de una opresión punzante sobre su sien tan intolerable que casi lo hace caer de bruces al suelo. El amo, en un rapto de lucidez advirtió el hecho y sostuvo la estatuilla con firmeza para que esta no callera en el suelo sin importarle su pobre siervo que dio sus rodillas con un golpe seco sobre el frio piso de piedra.
–¿Te parece que esto sea buena idea? –le consultó su esposa con un aire de mala intuición, y repuso– Es decir, no creo que sea cierto lo que te dijeron. Resulta bastante absurdo que un pedazo de madera tallada pueda cumplir deseos.
–¿Por qué no intentarlo? –inquirió su esposo– Además, supongamos que sea cierto, solo supongámoslo. Es mejor prevenir que curar. Ya he oído por ahí hasta el cansancio qué pasa con estas cosas antiguas que cumplen deseos. Dicen que traen la maldición consigo. Por eso, acá nuestro invitado especial de la velada nos hará los honores. Él no le tiene miedo a esos cuentos de viejos, ¿no es así? –acotó mientras alzaba al siervo de un brazo y lo obligaba a ponerse de pie– Vamos, ¡ya!, ¡de una vez!– le indicó con enojo.
–Es que, mi señor, no sé que podría pedir –dijo el siervo tras de que se le haya encajado a la fuerza aquella estatuilla extraordinaria entre sus manos, nuevamente.
–Lo que se te ocurra. Algo que no sea inútil ni sirva para nada, eso sí. A menos que quieras volver a ese calabozo –y le señaló aquel habitáculo vació, desprovisto de toda luz e higiene, lleno de sus propias heces y un olor pútrido e insoportable.
El siervo comenzó a temblar. Conocía aquel calabozo con precisión exhaustiva producto de tantos años allí encerrado. Afirmó sus manos a la estatuilla con tenacidad y comenzó a pensar en algo, lo que fuese, sea lo que sea, para prolongar su estadía fuera del encierro.
Un ruido, como el de una pila de elementos precipitándose, provino de un cuarto contiguo. El amo y su esposa se abalanzaron hacia allí para encontrarse con un montículo atestado de comida. El júbilo se marcó en sus caras y el amo corrió hacia el siervo para felicitarlo aunque advirtió que, como ante todo esclavo, un acto bondadoso podría ser malinterpretado creando una confianza que haga peligrar su sumisión. Se contuvo y le preguntó seriamente por qué había pedido aquello.
– Señor, recordé que en ocasiones yo no he podido comer a lo largo de varios días ya que usted, aun en su toda indulgencia, así ha querido alimentarme y no ha podido por falta de alimentos. Tuve la sensación de que pedir comida para siempre podría mejorar nuestra situación. Lo sentí.
El amo, recordando que los alimentos nunca escasearon en su palacio, no apeló a admitir la verdad y solo se limitó a decirle que había tenido una epifanía. El siervo no comprendía palabra tan extraña ya que nunca la había oído. Le explicó que la epifanía era eso que había sentido; una claridad en la mente, una impresión llena de certeza, algo así como una sensación que le indica que allí está la respuesta que busca. Lo incitó a pedir otro deseo. El siervo tomó la estatuilla ahora con regodeo y cerró sus ojos. Tras unos segundos el palacio pareció haber sufrido ciertos cambios no tan perceptibles en sus aberturas, ventanas y puertas. La esposa del amo le consultó al siervo qué había pedido.
–Pedí una fortaleza, mi ama. Tuve la sensación de que debería pedirlo. Ese calabozo –y apuntó a ese espacio cerrado andrajoso– es el lugar que ustedes me han comentado que es donde yo debo pasar la mayor cantidad de tiempo. Entiendo que es ese calabozo el que me impide la libertad de deambular por el palacio ya que podríamos sufrir el ataque de alguna familia vecina o de algún enemigo extranjero, como me lo han dicho, sufriendo yo daño por eso. Les agradezco que me cuiden tanto, pero no quisiera volver a ese feo lugar, mi ama.
El matrimonio haciendo caso omiso a la verdadera razón no explicitada, otra vez asintió con su postura y estimularon a que pida un último deseo. A esta altura ya era innegable la fortuna que la estatuilla les había traído.
–Vamos, un último deseo, uno más –le indicó el amo al siervo con premura y cierta expresión risueña llena de ambición y codicia. El siervo se hallaba dubitativo. No tenía la sensación de tener que pedir algo más, puesto que consideraba que con lo hecho bastaba para que deje de vivir dentro de ese encierro inhumano. Trató de explicárselo al matrimonio pero ambos, ante tal resolución, se enfadaron.
–Así que no considerás necesario pedir nada más –dijo la esposa del amo
–No, mi ama –confirmó el siervo con cierta satisfacción de un trabajo bien hecho, cual niño que espera las felicitaciones de sus padres.
–¿Y desde cuando tomás vos una decisión acá? –preguntó enfadado el amo, y continuó – Una vez que probaste algo de poder y ya te enviciaste. Así son todos los parias de tu calaña. Por eso merecen vivir dentro de un calabozo rodeado de su propia mierda, como lo que son –y lo llevó a rastras hacia la celda.
El siervo sintió una enorme decepción. Se preguntaba qué había hecho de malo. Todo lo que deseó fue en pos del bienestar de sus amos y ahora era castigado, aun con la buena fortuna que atrajo, a un encierro y sabría quién por cuantos días sin probar un bocado. Conocía ese tono de voz enfurecido y sabía de la penitencia que iba a padecer. Deseo con sus fuerzas la libertad. Poder librarse de ese yugo y de los tormentos a los que era sometido. Sentía tanto dolor e ira dentro de sí que atinó a tomar la mano de su mano y retirarla de sus ropajes harapientos. Su amo quedó atónito y antes de que pudiese disculparse con él, un puño cerrado golpeó su boca rompiéndole un diente y lanzándolo de espaldas contra el suelo.
–¿Cómo se te ocurre hacer algo así, animal asqueroso? Tal vez algunos azotes y comer de tu propia porquería te enseñe a valorarme– Alzó su mano para golpearlo cuando se oyó en el exterior del palacio una repentina serie de explosiones y quejas que provenían del pueblo.
El matrimonio corrió hacia la ventana y vio como la ciudad caía a pedazos, derrumbándose. El suelo se agrietó y se llevó así a las tiendas junto con sus mercaderes hacia el fondo de un foso subterráneo. Y a lo lejos vieron emerger detrás de las casas, cerca del desierto de dunas, a varias criaturas con forma de gusanos y ojos desafiantes, llenos de odio, que golpeaban sus cabezas contra los hogares y atacaban a los pueblerinos sin piedad.
–Necesitamos refugiarnos –dijo la esposa del amo con la voz temblorosa.
–Esas bestias llegarán hasta acá y este palacio no aguantará una de sus embestidas –dijo el amo envuelto en nervios.
–Discúlpenme la osadía –dijo el siervo–. Mi calabozo puede ser un lugar seguro. Está hecho de piedra caliza que podría soportar cualquier derrumbe. Sé que es asqueroso pero podríamos refugiarnos en él, mis amos. Y tal vez podamos sobrevivir.
El matrimonio cruzó miradas y ante el grito espectral de una de las bestias no dudaron en meterse a la celda.
–¡No, vos no! –le dijo el amo a su siervo siervo, y como buscando una excusa barata a la cuestión, le indicó– Necesitamos a alguien que tranque la puerta por fuera. Este calabozo no tiene otra forma de cierre que desde fuera. No sea cosa que algo suceda, la puerta esté abierta y esas bestias nos ataquen a todos. Es un sacrificio honorable, ¿verdad?– dijo mirando a su esposa
–Si, lo es –asintió ella.
–Está bien, amo –dijo el siervo con desanimo, cerrando la puerta del calabozo y trabándola con fuerza.
El siervo, ya resignado a su destino, se acercó a la ventana y vio a dos bestias quiméricas avanzar sobre el palacio. Creyó todo perdido pero ambas se detuvieron en seco y lo observaron durante un breve instante. En esos escasos segundos sintió como su mirada penetrante calaba hondo en su ser. De imprevisto las bestias se giraron sobre sí y continuaron con la masacre ignorando su presencia. Él sintió alivio y al mismo tiempo advirtió que la estatuilla de madera seguía en una de sus manos. Se había olvidado de ella por completo. Se creyó muy afortunado ante, lo que para sí era una gran casualidad de haber deseado una fortaleza que por alguna razón desconocida los monstruos optaban por ignorar. Se sentó en el trono de su amo; asiento que alguna vez fantaseó como suyo en esos raptos de ensoñación que tenía para mitigar la locura a la cual lo conducía el encierro de ese denigrante calabozo. Miró hacia la habitación llena de comida y sintió aun más alivio al saber que jamás moriría de hambre.
Nunca en su vida había percibido tal sensación genuina de libertad. Tuvo una corazonada fuerte. Algo había echado luz sobre su mente. Algo se le había revelado. Él no sabía cómo expresarlo. Solo se sentía afortunado dentro de ese caos. Tuvo la impresión de que había llegado a comprender lo que su amo le explicó. Y se dijo a sí mismo con gallardía– así que esto es una epifanía.
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