...
La derrota de vencer.
Entre mis contradicciones, es poderosa la de que me gustan las iglesias, las catedrales, los templos.
Desde hace tiempo, estos hogares del divino, están cerrados la mayor parte del tiempo, cobran entrada, son de limitado acceso.
La Iglesia hace negocio con sus locales.
Dios es caro.
Y a mí, que ya no asisto, me gusta el ambiente silencioso, semioscuro, artístico, simbólico, sacro.
Velas, latines, vidrieras de colores, esculturas dramáticas, altos techos, rejas, columnas, arcos, retablos llenos de historia... Y de mentiras.
Ya les digo, hace tiempo que no lo hago, pero siempre me gustó sentarme en uno de esos interiores que la religión ha propiciado, apartado, entre las sombras, cuando no hay función en el altar, cuando todo es quietud, reposo, misterio. Ese estar, me aporta una sensación de introspección, de mística visión del mundo. Enmedio de la ajetreada ciudad, ese ambiente parece un oasis, un extraño remanso.
No creo que sea tan raro.
Las noches de Jueves y Viernes Santo, eran para eso muy especiales; entre sombras y velas, el yo niño, sentado en la penumbra, huido ya el sol de la tarde, apartado de los amigos, de la gente, contemplaba los rostros torturados de Cristo y la Virgen, que parecían gesticular al son del titilar de los cirios. Experimentaba entonces una mezcla de miedo, de atracción, y una extraña sensación de seguridad en medio de mi miríada de dudas y contradicciones.
Era esa una especie de búsqueda de refugio, quizás ligada a mi eterna sensación de inseguridad ante un mundo lleno de personas que siempre percibí como más fuertes y seguras. Ese aislamiento, lejos de ser un peso, se convertía en un placer adictivo, un viaje de paz, del que siempre me resistí a desprenderme. Ahora, mucho más consciente de que mi sensibilidad y vulnerabilidad estuvieron siempre ahí, y de que, sin duda, persisten, encuentro en la soledad elegida un remanso de tranquilidad. Creo que sin necesidad de aspirar a más.
Me resulta inevitable sentirme atraído por esos ambientes cargados de historia y simbolismo: catedrales, iglesias, palacios, monasterios... Aunque no comulgo en absoluto con lo que representan.
¿Por qué es la pintura de Las Meninas mi cuadro preferido?
(Stendall)
Ese síndrome asoma en mí de forma recurrente. Esa sensibilidad ante la belleza, aunque se mezcle con la frustración o la contradicción, me resulta inevitable. Las iglesias y catedrales, con su arte y su arquitectura, ofrecen un impacto estético difícil de ignorar, incluso cuando uno cuestiona su trasfondo.
El miedo y la atracción, esa mezcla tan humana, me han marcado en lo profundo. Hay algo en la penumbra, en los rostros dolientes y en la solemnidad del ambiente que, aun cargado de simbolismo religioso, resuena en lo más hondo de las emociones, incluso rechazando el dogma. Esa seguridad en medio de las dudas y contradicciones..., un reflejo de mis emociones.
Una tregua frente a un mundo abrumador. Un refugio donde no tenía que demostrar nada, ni medirme con los demás, ni lidiar con mis propias inseguridades.
La inmensidad de esos templos, su silencio y su solemnidad, tal vez eran eco de mi propia introspección, de ese sentimiento de no encajar del todo.
Cuando la vida se siente como un lugar de certezas ajenas y dudas propias, encontrar un rincón donde estar a solas con uno mismo, sin juicios ni exigencias, puede ser un bálsamo, aunque venga cargado de sombras.
Ahí, la contradicción, entre sentirme ajeno al mundo y, al mismo tiempo, cada vez más parte de él por la decepción que me produce la mayoría. El desencanto hacia los demás, más hace reconocerme como un engranaje inevitable de este absurdo colectivo. Y, sin embargo, esa sensación de pequeñez frente a la seguridad impostada de otros nunca desaparece. Me separo y me fundo al mismo tiempo. Quizás porque, aunque me sienta distinto, sigo siendo humano, con todas las contradicciones y fragilidades que eso implica.
Esa lucha interna entre quien fui y quien intento ser, parece inevitable. Aunque intente distanciarme de ese que se sentía vulnerable frente al mundo, sigo cargando con él; lo sé.
Es duro cuando uno cree haberse blindado, pero descubre que las heridas aún están ahí, quizá más silenciosas, pero no menos reales. La soledad, que tanto me resguarda, también va levantando muros que hacen más difícil cualquier encuentro, cualquier roce con los demás.
Y, aun así, por mucho que me afecte, sigo aquí, escribiendo, reflexionando, compartiendo, aunque sea en este espacio extraño.
El viaje hacia la soledad elegida es un camino sin vuelta. Hay algo definitivo, como si cada paso que doy alejándome del bullicio fuera un alivio del que ya no puedo —ni quiero— desprenderme.
Parece que, aunque haya cosas que aún me afectan, la distancia que he puesto con el mundo ya no es solo una decisión, sino una necesidad. Y, al final de todo, ese saludar desde lejos, desde una distancia que protege.
La paz, a veces, ya es suficiente. Quizás no haga falta aspirar a más cuando lo que se tiene es un remanso en medio de tanto ruido. La claridad puede ser sobrevalorada; la paz, en cambio, se siente, se respira, y eso ya es mucho. Tal vez aspirar a más solo traería de vuelta lo que busco evitar.
¿Y si esa paz, por simple que parezca, es ya un triunfo?
Quizás el único triunfo.
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