En mis venas fluye el aroma salado del mar, una mezcla de brisa y algas, de agua y misterio, y en esos momentos me hallo flotando entre susurros, como si cada respiro fuera una corriente que arrastra consigo mi esencia. Soy, a menudo, el reflejo de mis propios pensamientos, esos que me abrazan en silencio, susurrándome al oído que todo estará bien, que el camino será largo, pero siempre estará marcado por las mareas que regresan.
Miro mi ser y veo cicatrices que ya no duelen, heridas que se han cubierto de espuma y conchas, y me reconozco en esos remolinos que giran lentamente, tímidos al principio, pero con la promesa de perderse en la inmensidad del océano. Mi fragilidad, me doy cuenta, es como el mar: se muestra vulnerable, pero siempre se reconfigura, siempre sigue adelante. Y así, entre sombras y luces, entre las suaves tormentas de mis emociones, encuentro serenidad en saber que cada ola que se retira deja tras de sí algo hermoso, que cada caída forma parte de lo que soy. No me apresuro, porque todo tiene su tiempo, como la marea que sube sin prisa, pero con certeza.
Soy un océano que guarda secretos en sus profundidades, un alma que susurra su nombre en la calma de su interior. Y cuando me adentro en mí misma, encuentro paz en lo que soy: un ser lleno de coraje y fragilidad, de risas y lágrimas, de olas que surgen del fondo de mi pecho. No soy perfecta, pero en esa imperfección me encuentro, y en cada paso, renazco como el mar que, una vez más, regresa.
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