Camino por calles
que ya no saben lo que es vida.
Frías.
Rotas.
Muertas,
como yo.
La noche me envuelve,
me conoce.
Soy parte de ella,
como el hambre que nunca duerme.
Y entonces… la vi.
Entre escombros y neblina,
una figura ajena a todo este caos.
Pequeña,
delicada,
increíblemente viva.
Una chica.
Sentada como si el mundo aún valiera la pena.
Sostenía entre sus brazos un conejo blanco,
lo acariciaba con devoción,
con esa clase de amor
que ya no recordaba que existía.
Ella lo miraba como si fuera un milagro.
Y yo…
la miraba a ella como si lo fuera.
¿Es hambre lo que siento?
¿O es algo peor?
¿Quiero su sangre?
¿O quiero alejarla de este mundo hecho ruina?
Su piel parece tan frágil,
sus manos, tan suaves,
que mis colmillos tiemblan de deseo…
y de miedo.
Porque si me acerco demasiado,
puede que no la toque.
O puede que no me detenga.
No sé si es una presa…
o una razón para no volver a cazar.
Pero en esta noche sin luna,
ella es lo único
que no parece muerto.
Y eso me asusta
más que cualquier sed.
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