Entre las costillas y el corazón,
un cementerio.
Hoy enterré otro amor,
pero a vos te llevé las flores.
Corrí el manto de silencio
que me envuelve,
y dejé caer dos lágrimas
sobre tu tumba.
Se perdieron en ríos de tinta
que tu lengua rota
jamás nombró.
Descosí un par de mis órganos.
Planté un árbol,
para que en su sombra creciera la duda,
y enfrentara el eco
de los pasos en la avenida
que aún guarda nuestra despedida.
Sin que lo supieras,
removía la tierra cada viernes,
como un ritual.
Te traía agua de mar,
con la esperanza
de que recordaras mi promesa:
quererte en soledad.
Pero del abismo
no brotan palabras.
Vivimos en ciudades lúgubres,
donde las crisalidas murieron
antes de imaginar el invierno.
Fue en la quietud,
con el polvo de tus libros
pegado a mis dedos
como cera caliente,
que entendí
el lenguaje de tu miedo.
Ya no voy cada viernes
al cementerio.
Solo vuelvo
cuando entierro otro cuerpo.
Eso sí:
las flores
—siempre,
siempre—
son para vos.
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