Khasar había tenido desde siempre una infatigable curiosidad, y eso fue su perdición. Cuentan que nació una noche despejada, en la que podían verse incontables estrellas en el cielo abierto. Para los mongoles, eso no era un buen presagio. Si hubiera nacido una noche de tormenta o durante un huracán le hubieran dicho a su madre que estaba destinado a ser una calamidad para sus enemigos. Pero esa noche calma no era digna para que naciera un guerrero mongol.
Su padre, Batu, fue un formidable líder que unificó varias tribus, ganó numerosas batallas y consiguió el sangriento título de Khan. Khasar nació siendo un príncipe, pero eso en la sociedad mongola no significaba nada. Tenía las mismas tareas que todos los niños y era probado en las mismas disciplinas desde la mas temprana edad. Le enseñaron a tensar un arco, a adiestrar un caballo, le enseñaron el arte de la supervivencia y el de la crueldad. Sin embargo, a pesar de la maestría con la que Khasar dominaba estas enseñanzas, había algo que llamaba la atención de sus instructores. Cuando le daban un arco, Khasar lo tomaba, lo desarmaba y lo volvía a armar, como si buscara desentrañar los misterios de su funcionamiento. Cuando tenía que adiestrar un caballo, lo observaba largo rato antes de hacerlo, como si le interesara su comportamiento. Cuando lo abandonaban a la intemperie, para que conociera la severidad de la naturaleza, Khasar con frecuencia se tiraba en el pasto a ver las estrellas encima suyo. La intriga no era una característica que valoraran los mongoles; ellos eran criados para ser una flecha que se clavara en su objetivo. El trayecto que recorría la flecha para llegar hasta ahí no era de su incumbencia. Esa actitud fue desalentada en Khasar a base de violencia. Lo que sus instructores no entendían era que la imagen indescifrable de las estrellas en el cielo ya estaba arraigada en su corazón, como acaso lo estuvo en Aristoteles o en Agustin de Hipona.
Un día, Batu Khan emprendió una invasión hacía una ciudad cristiana cercana. Preparó él mismo las bridas de su caballo, se puso su camisa de seda y arriba de ella su ligera armadura, que le permitía la movilidad que caracterizaba a su gente; y partió al mando de su ejército. No se despidió de su hijo, que lo vió marchar hacia el horizonte sin pesar, porque eso sería dudar de la bendición del dios de la guerra. Esa noche, llegó la noticia de que el ejército de Batu había caído contra un ejército muy inferior en número. El Khan, como correspondía, se había quitado la vida entre los cadáveres de sus hombres, para también dirigir su marcha hacia el otro mundo.
Los mongoles lamentaron la muerte del Khan tan solo unos días, pues entendían que el dios de la guerra puede ser caprichoso en sus sentencias, pero no Khasar. A diferencia de los demás, que se conformaban con los designios de una entidad que no podían ver, Khasar quiso saber el por que de ese suceso. Sin embargo, no tuvo tiempo para cavilar en su intriga. A pesar de que su manera de ser llamaba la atención de sus pares, los demás líderes tribales sabían muy bien que Khasar se había convertido en un guerrero y un general tan imponente como su padre, y acudieron a él para que mantuviera la unidad que el Khan Batu había conseguido. Un tiempo más tarde, Khasar emprendió la venganza contra el país que le había quitado a su padre y, desempeñándose incluso mejor que él, consiguió una victoria que dejó satisfechos a esos líderes que habían puesto su fé en él.
El general cristiano al que derrotó no fue ejecutado inmediatamente al finalizar la batalla, al contrario de lo que la tradición estipulaba, sino que fue llevado a la yurta de Khasar atado de pies y manos. Una vez allí, el Khan lo observó con ojos escrutadores, como si intentara descifrar su alma. Llamó al traductor, un pobre esclavo al que sometieron a la fuerza a las reglas de su lengua, y le preguntó a través suyo cómo fue que venció a su padre en combate, si sus tropas eran inferiores en número y brutalidad. El general empezó por felicitar la habilidad militar del Khan. Mencionó que desplegó a sus tropas con eficiencia e intelecto, a pesar de ser un mero bárbaro. Luego le dijo que su padre no. Comentó que ni el ejército más grande sirve en combate si está liderado con torpeza, y el antiguo Khan hizo esto mismo. Basó toda su confianza en el número de sus hombres, y su enemigo usó eso a su favor. “Cualquiera que hubiera leído los escritos de Julio Cesar o de Jenofonte tendría los recursos para derrotarlo” comentó el general, sin saber que ese comentario sería la chispa de un incendio interminable.
Curioso por esa definición, el general mongol le preguntó que eran esos escritos de los que hablaba. El cautivo respondió que eran instrumentos en los que los generales del pasado volcaban su conocimiento para la posteridad, y que las futuras generaciones pudieran nutrirse de él. Khasar interpretó que esos escritos eran una maquinaria que podía crear generales peligrosos. Entendió que su verdadero enemigo no era el hombre maniatado e impotente enfrente suyo, sino los textos que lo construyeron. Mandó a ejecutar al general por considerarlo insignificante y emprendió una nueva campaña. Desde ese día, en cada ciudad que invadía la primera orden que Khasar daba era la de quemar todos los textos, libros, bibliotecas o abadías que pudieran contener escritos. Sus órdenes fueron seguidas con furor racial. Los mongoles veían arder a esos artefactos extranjeros que no podían comprender con alegría. Pero no Khasar. El Khan veía arder los numerosos manuscritos y no podía evitar sentir que se perdía algo, a pesar de haber sido él quien ordenó esa destrucción. No comprendía el mecanismo que hacía que esas páginas de papel convirtieran a hombres débiles en hombres fuertes, y eso le carcomía el corazón.
Durante una pira de libros, mientras todos sus soldados veían cómo se cumplía el designio de su rey y esos objetos mágicos forasteros se perdían en el fuego, Khasar vió un libro que había caído a cierta distancia de la pira, sin tocar por las llamas, como si el destino se lo hubiera reservado. El Khan no arrojó ese libro al fuego al cual pertenecía por su propio decreto, sino que disimuladamente lo tomó y lo ocultó bajo su delgada armadura. Más tarde fue a ver a un sacerdote capturado en una incursión a una iglesia y, con la ayuda de su traductor, lo cuestionó acerca del libro que había robado. Le ordenó que le revelara su origen y las estrategias que contenía. El sacerdote, de naturaleza servicial, le comentó que ese no era un libro de estrategia militar, sino uno de filosofía escrita por un tal Platón, griego de nacimiento, que había abandonado este mundo hacía ya muchos siglos. El Khan se asombró de que siguiera existiendo un instrumento de alguien que hacía tanto tiempo no caminaba entre los vivos, y le preguntó de qué manera esta “filosofía” podía volver fuerte a un hombre débil.
"La filosofía - respondió el sacerdote con la paciencia de un instructor, como si hubiera olvidado su destino de cautivo - no sirve para hacer fuerte al débil, sino para hacer sabio al ignorante. Sirve al hombre para indagar en los misterios de la naturaleza, para desentrañar los designios de nuestra carne y alma, y para resolver, o intentar resolver, los misterios de las estrellas."
Khasar escuchó maravillado esas palabras que apenas podía comprender. Su sangre mongola le reprochaba que un instrumento como el que definía ese hombre no podía servir para los propósitos de la guerra; no hacía más afilada su espada ni más veloz su flecha, y por lo tanto no valía la pena indagar en él. Pero en su corazón seguía arraigada la imagen del insondable cielo estrellado. El Khan comprendió lentamente que su alma ya pertenecía más al fuego en el que ardían los incontables textos que a su propio pueblo. Con determinación le pidió al sacerdote que le explicara los contenidos de aquel libro. Este le explicó de manera resumida la teoría de la caverna de Platón, de la cual se hablaba en aquel manuscrito.
"Los hombres, decía Platón, están atrapados en una caverna simbólica de la cual ven solo las tenues siluetas de lo que es el mundo. Eso es el conocimiento para este griego. Los filósofos viven en un mundo de sombras de las cuales viven buscando incesantemente la figura, eterna y verdadera, que las proyecta."
El rey mongol aún no era lo suficientemente versado en metáforas para entender el significado de esa alegoría. No comprendía cómo podía vivir en un mundo de sombras si podía ver claramente todo lo que lo rodeaba, si podía palparlo, si podía aniquilarlo. Por más que clavara la espada en una sombra esta seguía ahí, pero un enemigo caía fácilmente de una estocada, y eso los diferenciaba. El sacerdote no se mostró descontento con la réplica de su captor. Le dijo que su manera de pensar era también una filosofía, aunque cruda y sin afinar, y que la tarea del filósofo consistía también en conocer las diferentes filosofías y moldear la suya a partir de ellas. El Khan, luego de un rato de charla, se cansó de la conversación y volvió a su yurta, pero a diferencia del resto de los prisioneros de guerra, no mandó a ejecutarlo, sino que lo conservó como esclavo suyo argumentando que lo usaría como escudo humano en el próximo combate. Cosa que nunca hizo.
A partir de ese día, cada vez que invadía un pueblo y ordenaba la consecuente hoguera de textos, secretamente robaba un libro de todos los que había para llevárselo al sacerdote y que se lo explicara. Poco a poco Khasar fue instruyendose acerca de los grandes filósofos de la historia. El sacerdote le habló sobre Aristoteles, sobre Boecio, sobre Pitagoras. Aprendió también sobre los generales de la historia. Conoció la religión monoteista que el sacerdote intentó en vano imponerle. Poco a poco fue formando en su yurta una biblioteca tan envidiable como las que hubiera en las mejores abadías. Sus súbditos, embriagados de las victorias que el Khan les otorgaba, decidieron ignorar esa clara contradicción en sus órdenes, y esa abundante colección quedó como un ineficaz secreto que todo el mundo conocía. Sus seguidores más devotos decían que conservaba esos objetos como cualquier soldado que despoja de su joyería el cadáver de su adversario.
No conforme con que le explicara los significados de los textos que robaba, Khasar le ordenó al sacerdote que le enseñara los idiomas en los que estaban escritos esos textos. El mongol aprendió el Latin y el Griego con una facilidad increíble que hizo enorgullecer al servicial sacerdote. Luego de un tiempo, se volvió mas que capaz de leer todos los textos que llegaban a sus manos sin necesidad de un traductor, así que Khasar definió que ya podía prescindir del sacerdote. Este, como todo maestro, se enorgulleció de no tener nada más que enseñarle a su discípulo y aceptó sumisamente la muerte que se le ofrecía. A diferencia del resto de los prisioneros de guerra, que morían decapitados o arrojados de algún risco, Khasar le entregó al sacerdote un vaso de cicuta. El gentil hombre recibió con orgullo el simbólico regalo.
Cuando la cantidad de libros que acumulaba excedió el peso que sus caballos podían transportar, el Khan Khasar comprendió que su vida nómada no valía más que su adorada colección y decidió que era hora de asentarse en una región y extender desde ahí sus conquistas. Esto generó disgusto en su séquito, y, aunque al principio todos lo siguieron, al cabo de un tiempo muchos partieron hacia el este en busca de un líder con más ímpetu para la guerra.
Mientras el Khan Khasar extendía sus conquistas hacia el oeste y se asentaba en esa zona, en el este había nacido un nuevo líder tribal que atraía la atención del resto de los mongoles. Un general que se autodenominaba, sin consenso, “Khan Balmad” consiguió una serie de victorias en las que destacó más por su brutalidad que por su proeza estratégica. Había adoptado la costumbre de Khasar de incinerar los textos que se cruzaban en su camino, solo que con la intensidad y el furor del fanático que adopta un ritual sin conocer su origen. Balmad había ido extendiendo su dominio hacia el oeste durante el tiempo en el que Khasar se había asentado en una zona fija y apuntaba a despojarlo de su título y de su vida, para consagrarse oficialmente como el Khan de todas las tribus mongolas.
Un día que el Khan original había salido en una cacería el príncipe llegó a la región y empezó su conquista. Tomó la ciudad sin que los aliados de Khasar ofrecieran mucha resistencia. Paseó por el lugar como un conquistador y finalmente llegó al palacio del Khan. Entonces vió la biblioteca secreta que este había acumulado. Con confusión, tomó los libros y los examinó. Una sensación de triunfo y una profunda decepción le recorrieron las entrañas al mismo tiempo. Salió al exterior y le mostró a la población el botín que había encontrado. Prorrumpió en insultos contra Khasar, acusándolo de reemplazar costumbres de su pueblo con costumbres de occidente, de embotar el filo de su espada con las hojas de esos libros, de alabar a dioses extranjeros y bañarse en pensamientos profanos. Declaró que él ya no era digno de ser su Khan y que se necesitaba un líder que avanzara inalterable como una peste, no uno que se quedara sentado en un trono como una estatua, rodeado de trivialidades heréticas. Con un enojo que intentó pretender que era actuado, tomó una antorcha, la encendió y la arrojó a la biblioteca, que extendió su fuego hasta cada uno de los libros que allí había. La población estalló en exclamaciones de indignación contra Khasar y alabanzas al nuevo Khan Balmud.
En ese momento llegaba Khasar con el resultado de su cacería y era recibido en la entrada de la ciudad por dos hombres leales a Balmud, los cuales sin decir una palabra desenvainaron las espadas. Un enfrentamiento surgió entre los hombres leales a Khasar que lo acompañaban, que quizás permanecían así porque todavía no habían descubierto su colección de libros, y los leales a Balmud. El antiguo Khan escapó del lugar por petición de sus hombres y se dispuso a entrar a la ciudad y levantar a la población en contra del usurpador, pero un humo en la distancia llamó su atención. Le tomó unos instantes darse cuenta del significado de aquel fuego, y partió con su caballo a toda velocidad hacia el lugar. Cuando llegó, la población se había dispersado y Balmud se había refugiado en una guarnición al otro extremo de la ciudad, esperando un contraataque de su rival. Pero el fuego seguía ardiendo, como si lo hubiera estado esperando. Khasar se acercó con una agónica pena a las llamas desbordantes. Pensaba que todo lo que había aprendido se estaba perdiendo para siempre en esa catástrofe. En el suelo cerca suyo ardía tenuemente un libro que no se había consumido totalmente. Khasar lo tomó y apagó el tímido fuego que lo quemaba. Por su cubierta reconoció que se trataba de la Ilíada, un texto de un tal Homero, mas antiguo de lo que podía imaginar. Pero las páginas estaban todas abrasadas y eran ilegibles. El mongol cerró sus ojos mientras sostenía el libro y se puso a buscar en su memoria.
“Canta, oh musa, sobre la cólera de Aquiles...” - recitó sin dificultad.
Entonces comprendió que el libro estaba destruido, su historia consumida por el fuego, pero que aún así permanecía con él. Incluso lo que las llamas habían tomado no lograron quitárselo de su corazón. Recordó aquella enigmática alegoría que el sacerdote le había explicado hacía mucho tiempo. Entendió que lo que sostenía era una mera sombra del conocimiento que ahora poseía, que aunque desapareciera el libro, Aquiles y Hector seguirían luchando a muerte en su interior. Levantó la vista hacia su biblioteca ardiendo y le pareció superflua. Pensó en las guerras que había librado y sintió que ya no le pertenecían. La guerra le parecía ahora una lucha de intrascendencias, peleas entre hombres hechos de polvo que volvían a ser polvo. Había entendido que su vida debió pertenecerle a las figuras verdaderas que proyectaban esas sombras, y no a la sangre de sus enemigos... Lamentó su destino de ser mongol y el fervor que lo llevaba al salvajismo, que solo lo adentraba más en su desconocimiento del mundo. Luego se puso a pensar en todas las cosas no había descifrado, cuya verdadera forma no había llegado a siquiera a vislumbrar.
El sol se había puesto cuando las tropas que lo buscaban dieron con él. Las flechas lo encontraron mirando hacía el cielo estrellado, iluminado por la luz de la hoguera.
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