Camino en este límite del mar y la arena,
y cada paso es una confirmación:
no hay revelación escondida en la marea,
ni divinidad entre la desesperación.
La arena se cristaliza de noche,
y no hay dios detrás de la luz ni detrás del silencio.
La nostalgia me atraviesa las costillas,
y la levedad me toca la herida,
haciéndome imposible respirar.
Todo permanece lejano.
La noche me sangra la herida,
y las estrellas me recuerdan
que no hay conversatorio entre pecador y trinidad,
no hay réplica entre Job y Dios,
no hay piedad para el que vive en rabia.
Y dios hace tiempo que me declaró extranjero de su creación.
Y sigo aquí.
Las olas siguen aquí,
la arena sigue aquí,
la luna sigue aquí,
y la muerte misma sigue aquí,
acompañándome,
con la certeza de que lo que está muerto en mí
no tiene cura,
porque soy yo mismo quien lo sostiene en pedazos.
Pero las olas son las mismas,
el sonido se repite,
los nombres en la nostalgia se ahogan,
y me devuelven iniciales de muertos.
Incluso en ese momento,
el ocaso es el mismo,
el poniente sigue eterno,
la luz se marchita igual que ayer,
la bruma me congela los labios,
la luna sigue siendo la misma,
y mi herida que no respira
me sigue atravesando el torso.
No hay cura,
porque dios nunca me dio vida.
Y me sostengo en la herida que me habita,
como único testigo de lo que no volverá.
Y sigo respirando,
pues si la herida es lo que me mantiene vivo,
yo tengo que mantener la herida abierta.
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