Entre el dilema de soltar o aferrarme, se yergue mi temor, ¿qué es más doloroso: el adiós o el estancamiento? Es que mi alma está exhausta de nuestros ciclos de ida y vuelta.
¿Por qué no nos podemos quedar quietos?
Sé que una vez habías dicho que yo era como el viento y vos como el agua. Siempre en movimiento. Continuos. Eternos.
Dijiste que yo era impredecible, inconstante, volátil. Que tengo un anhelo incesante por lo nuevo, y que mi mente viaja más rápido de lo que creo.
Yo te dije que eras como el agua. Nuevo, pero de alguna forma viejo. Siempre buscando nuevas rutas, fluyendo en diferentes direcciones. Tan estable en la calma, pero tan tumultuoso en el caos.
Mis brisas apaciguaban tus aguas tempestuosas, tu serenidad invocaba mi presencia.
Pero el viento y el agua solo se rozan, no se fusionan más allá de compartir historias.
Yo, cuidadosa como siempre, intenté fundirme en tus olas pero no estoy hecha para nadar. Apenas conseguí flotar.
Vos buscaste tomar vuelo y seguir mi rumbo desordenado, mi deriva caprichosa, mas nunca habías aprendido a surcar los cielos.
¿Acaso nos será dado el tiempo para desentrañarnos mutuamente? ¿Podremos encontrar quietud, aunque sea un instante, para alcanzar nuestros anhelos? ¿Podré aprender a zambullirme tras tanto tiempo sin tocar el suelo? ¿Podrás aprender a surcar los aires tras tanto tiempo sin rozar las nubes?
Anhelo que sí. Sueño con que así sea.
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