Ser Lorian Clarke era ser muchas cosas, sin duda. Para sus padres, el hijo más rebelde. Para sus hermanos, alguien con quien podían contar casi bajo cualquier circunstancia. En Noctua, Academia de la mítica ciudad de Astraed, además del alumno prodigio de su generación también era el más problemático por su espíritu libre, un diablillo con cara angelical. Pero él no se dejaba llevar por esas etiquetas, ni buenas ni malas. Claro, por supuesto, podía decir que formaban parte de algunos de sus rasgos, mas apenas rascaban la superficie de lo que realmente era.
Llevaban ya cinco días en ese planeta dentro de un universo desconocido, todo por una misión que a los altos mandos del Gremio les pareció conveniente para su equipo de reconocimiento, uno preparado para registrar y rescatar criaturas mágicas. Era una adición nueva al sistema, todo gracias a la tesis que escribió para poder graduarse. En ella, estudió y redactó párrafos y párrafos de criaturas mágicas a lo largo del cosmos y el espacio-tiempo, justificando además por qué deberían darles refugio. Porque Astraed había sido creada por los Fundadores con ese propósito, pero no demoraron en perderse entre el miedo, el racismo y el elitismo. Por eso, desde que sus ojos de infante admiraron una criatura por primera vez, decidió que dedicaría su trabajo a preservarlas. No dejaría que otro maravilloso trabajo del universo fuera arruinado por las corruptas manos del hombre, que tenía la tendencia a explotar todo hasta marchitarse. El simple pensamiento de ello hacía suspirar al joven brujo que descansaba entre hierbas y arbustos luminosos.
—Clarke, disculpe —la voz de uno de sus compañeros de equipo -por debajo de él, pero los seguía considerando iguales- lo sacó de su tren de pensamiento. Sus ojos azules se abrieron, y brillaron gracias a la luz de su entorno—. Nos llamaron del Gremio, ya están preparando las cosas para nuestro regreso.
—Ah, sí. Gracias por avisar —se sentó en el lugar, sacándose algunas hojas y ramitas de sus mechones dorados—. ¿Pidieron que les envíe el informe o tendré que presentarlo en una reunión?
—Una reunión —respondió—, por eso adelantan el proceso.
—Entonces déjame hacer una última cosa aquí y los alcanzo enseguida —sus palabras, por más sonrisa que ofreciera para acompañarlas, provocaron que el colega frunciera el ceño—... ¿sucede algo?
—No es nada, solo espero que no haga nada merecedor de una sanción. Nos cuesta un poco avanzar sin sus anotaciones o su presencia.
—¿Disculpa? —tal declaración consiguió que su amabilidad se quebrase a tal punto que se levantó, y cruzó los brazos—. Repite eso último —ordenó. El pobre muchacho -que seguramente tenía su misma edad o incluso menos- sintió un escalofrío. Fue por eso que demoró unos segundos en acatar lo que se le pidió.
—Nos cuesta avanzar cuando lo sancionan, no tenemos su mente ni sus habilidades. Gran parte de los rescates y méritos se lo debemos a usted —habló, y rogó por piedad en su interior.
—Entonces pidan que los transfieran a un lugar donde sí se sientan útiles —contestó Lorian, acortando distancias entre ambos. Su mirada estaba fija en él, oscura y turbulenta como el océano en plena tormenta—. O pongan voluntad, hagan valer su lugar. ¿Ustedes creen que llegué aquí por la posición de mi hermano? ¿Con la reputación que tenía e incluso sigo teniendo? —al verlo dudar y mirar hacia otro lado, se le escapó una carcajada totalmente seca—... es increíble, ¿siquiera saben dónde están trabajando? Habiéndose graduado y todo, me parece terrible que piensen así de alguien que los trató bien desde el comienzo.
Se hizo el silencio. Su compañero no era capaz de mirarlo al rostro, pero los dos sabían perfectamente que tenía razón. No fue hasta que pasaron unos segundos que aquel colega suspiró y se giró sobre sus talones. Seguía sin mirarlo a los ojos, preso de la culpa y la vergüenza.
—Como sea, voy a regresar con los demás. Sea lo que tenga que hacer, por favor no tarde demasiado —aún así, en esas circunstancias, tuvo la decencia de esperar unos segundos a escuchar una respuesta de su parte. Lorian apreció ese mínimo gesto.
—Está bien, no me tardo —simple y conciso, su mayor muestra de piedad hacia él para que pudiera retirarse en paz. Luego, una vez que se aseguró de que estaba solo una vez más, buscó entre sus bolsillos algo en específico y sacó, entonces, un frasco con algunos ejemplares de una de sus mejores invenciones desarrolladas: unos amiguitos electrónicos con forma de insecto, un encantamiento y una composición especiales que los hacían explotar al más mínimo contacto con el calor de las fábricas. Todavía no podía creer que se lo aceptaran, pero tampoco le sorprendía sabiendo el provecho que podían sacarle y las posibilidades que habían para ello. Con las modificaciones correctas, funcionan como el mejor dispositivo mágico de espionaje hasta la fecha. Método de autodestrucción y todo.
—Un poquito de caos no le hace daño a nadie, ¿verdad? De algún modo tienen que aprender a cuidar lo que tienen —especialmente cuando todavía estaba en un estado tan puro y bello. Abrió el frasco con cuidado, se agachó y dejó que los insectos corrieran hacia la libertad. Nada que formara parte del ecosistema corría peligro, sino cualquier tipo de maquinaría instalada en los alrededores. Lamentablemente no iba a estar para ver el espectáculo, pero confiaba en que sería digno de su poder. Todas sus invenciones lo eran, después de todo. Se había graduado con honores, sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Al llegar con sus compañeros, lo hizo con una sonrisa. Luego, se abrió un portal hacia una sala que todos conocían perfectamente, y no dudó en gesticular hacia ellos a modo de indicar que sería el último en cruzar. Una vez fue su turno, se giró hacia el escenario que dejaría atrás.
Mundos nuevos, desconocidos y con un abanico de formas de vida. Mágicas o no, aptas para Astraed, e incluso las más peligrosas, serían protegidas por él. Si moría defendiendo sus creencias, sabía que todo habría valido la pena.
La reunión tan importante con sus superiores pasó sin pena ni gloria, como era de esperarse por haberlos hecho regresar antes de lo estipulado por él mismo, y no tuvo pelos en la lengua al hacérselos saber. Solían tener esa mala costumbre de no escuchar a sus investigadores o cualquiera que no fuera el Clarividente o, si se permitía exagerar, la Gran Bruja de La Torre. Eso era algo que detestaba del sistema actual. Lo interesante no ocurrió hasta unos días después cuando se cruzó con la cabeza del Departamento de Criaturas Mágicas en los pasillos del Gremio, un hombre de la edad de su padre que claramente no se mantenía bien.
—Clarke, tenemos que hablar —ah, eso normalmente no eran buenas noticias. Nada nuevo para él. Hasta diría que era rutinario.
—Buenos días, señor Aldworth. ¿Se trata de otra suspensión o de una queja?
—Deje el descaro para otros. Se trata de su último viaje con el equipo de reconocimiento —la mención de ese trabajo le borró la sonrisa del rostro, y sólo pudo cruzarse de brazos.
—Lo escucho.
Aldworth se quedó callado unos segundos, examinando tanto el rostro como el lenguaje corporal de aquel miembro problemático a su cargo. Siempre era difícil deducir qué pasaba por su cabeza y cuál sería su próximo movimiento. Por más de que coincidieran en muchas cosas, moverse acorde a las reglas de Astraed definitivamente no era una de ellas.
—Hoy me llegó una notificación de que recientemente hicieron explotar unas instalaciones de ese lugar —habló, pero el muchacho ni se inmutó—, imagino que no tiene idea de quién pudo haber sido responsable.
—Ah —Lorian se llevó una mano al mentón, desviando la mirada unos segundos antes de volver a mirarlo directo a los ojos—... creo que tengo a alguien en mente, pero es un poco complicado estar en dos lugares a la vez.
—Quizás ese alguien es muy listo —comentó el hombre.
—Quizás, si estoy en lo correcto con mi sospecha, le haga llegar ese halago —le respondió, subiendo la apuesta. Su superior no era estúpido, lo sabía bien, especialmente porque ya había tenido que lidiar con sus andadas en estos dos años después de su graduación. Y precisamente por conocerlo bien, fue incapaz de continuar ese ping-pong.
—Como sea —suspiró, y se llevó dos dedos al puente de su nariz antes de seguir hablando—, iré al grano: si está en lo correcto con sus sospechas, debería hacerle saber que tienen que regresar para un rescate. Una de las criaturas en peligro estaba atrapada allí, y es prioritario traerla a la reserva que tenemos aquí. Salen en dos horas, no olviden investigar la zona de la explosión —con ese aviso, Aldworth siguió su camino, dejando a un muchacho sorprendido detrás.
En algunos, su método era la respuesta correcta.
Candela Iglesias Larrègle
21 años, escritora y estudiante argentina. La escritura forma parte de mi núcleo como persona desde muy chica, mi mente siempre está en constante movimiento.
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