Entrada de diario 04/04

Voy en el subte

a las 6:30 de la tarde.

A mí me gusta tomar el subte, me gusta ver a la gente, en especial si alguien sonríe y de esta manera ofrece un pedacito de su vulnerabilidad.

Sin embargo, hoy siento que caigo por un espiral al ritmo de la canción reproducida por décima vez en los auriculares,

las notas de The winner is me llevan de la risa al llanto,

esa risa confundida y ese llanto silencioso,

las peores combinaciones si me preguntan a mí, con mis humildes 22 años.

A pesar de tener solo 22 años, los siento profundamente: en lo físico, pero sobre todo en lo mental;

es por ello que ahora, mientras voy en el subte, me aferro firmemente a la proyección ajena y trazo los hechos:

profesor — al cual admiro profundamente —, de aproximadamente cincuenta años, con una carrera y una familia,

con depresión.

Me dice que su depresión y su angustia se manifiestan como una presión en el pecho y que, al igual que yo, la siente desde pequeño porque probablemente se hereda.

Yo sé que por ello no le pagan, por lo que me jacto de preguntarle, lo que me presiona el pecho como la angustia hace con él, pero la situación es la siguiente: únicamente había leído de personas que confesaran que su existencia les doliera y mi mayor obsesión no es una muy alentadora con su referente en Heidegger al decir que se consideraba un "ser-para-la-muerte", por lo que quiero vomitar las palabras e interrogar ¿vale la pena? y antes de escuchar respuesta agregar ¿realmente tiene ataques de ansiedad? ¿o esconde en supuestos periodos esta condición que nubla su vida?

Porque en lo que a mí respecta — querido lector — me siento prisionera de la segunda naturaleza y creo que los estados anímicos positivos son meras distracciones.

No tengo angustia, soy angustia y en algún punto tendré que mirarla a los ojos y reconocerla.

Lo que me lleva al ahora,

a la risa y el llanto,

el momento de confusión y silencio.