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Ensayar la risa, fingir la calma.

Nov 1, 2025

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Ensayar la risa, fingir la calma.
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Siempre me sorprende lo liviano que puede sonar el mundo en la boca de los demás, cuando a mí me pesa hasta el silencio. Ellos hablan, y las palabras se les escapan con la misma facilidad con que el viento se cuela entre las rendijas. En cambio, a mí cada sílaba me deja marcas. Cargo las frases, los gestos, las pausas ajenas como quien carga piedras que no pidió llevar. Hay días en que el solo hecho de existir me parece una coreografía demasiado compleja.

Fue en una charla común, de esas que suceden sin anuncio, cuando los amigos se sientan a hablar sin apuro, entre vasos vacíos y la confianza tibia de saberse acompañados. La tarde tenía ese olor a domingo, aún sin serlo, que no termina nunca, y entre risas cansadas y cigarrillos que se consumían sin drama, mi amigo, casi al pasar, me dijo:


—Tomátelo con calma, Nico, no te estreses, la vida es como un juego.

Me lo dijo a mí. A mí, que me aferro a cada palabra como si fuera un veredicto. A mí, que no sé soltar ni siquiera cuando respiro. Que convierto cada pensamiento en un juicio, cada error en una catástrofe personal. A veces siento que ensayo papeles para una obra que nadie está viendo, finjo de pésima manera ser interesante, parecer seguro, sonreír cuando corresponde. Y en esas representaciones íntimas me voy perdiendo, dejando partes de mí en cada ensayo.

Cuando nadie me ve, cierro los ojos y deseo, con una desesperación que sólo se confiesa en silencio, sentirme suficiente, aunque sea por un instante.

La frase de mi amigo se me quedó dando vueltas, como esas canciones que no se pueden olvidar aunque uno quiera. ¿Será cierto que la vida es un juego? ¿Será tan fácil moverse por el mundo sin ese murmullo constante que te recuerda lo poco que sos, lo mucho que falta? Me pregunto qué se sentirá existir sin ese miedo de desaparecer en medio de la multitud, sin la necesidad absurda de justificar cada respiración.

Últimamente no entiendo nada. Es como si alguien hubiera cambiado el idioma del mundo mientras dormía y yo sólo pudiera balbucear. Camino descalzo dentro de mi cabeza, tropezando con pensamientos que no sé dónde colocar. Me siento equivocado, como una nota fuera de la melodía. Y la ansiedad, ese reloj invisible, me mide el pulso, me aprieta las horas, me convierte en espectador de mi propio cansancio.

Vivo en un laberinto de cristal. No hay oscuridad ni monstruos, sólo paredes transparentes. Veo las salidas, las reconozco, casi puedo tocarlas, pero algo invisible me detiene justo antes. Es la sensación más cruel, tener la certeza de que existe la salida y, aun así, no poder alcanzarla.

—Sí, ta, tenés razón, hay que relajarse.

Le dije, mintiendo. No porque quisiera engañarlo, sino porque la verdad habría arruinado la tarde. Nadie quiere ser el amigo que enturbia la charla con sus grises. Y sin embargo, en esa mentira se escondía un anhelo. Sí, me gustaría poder soltar. Reírme sin medir el sonido de mi risa, equivocarme sin sentir que el mundo se cae conmigo. Me gustaría, aunque sea por un rato, que la vida fuera un juego y que yo pudiera perder sin desmoronarme.

Tal vez mi amigo lo vea así porque aprendió a no exigirse ser héroe de nada, porque comprendió que no hay épica en sostener siempre la máscara. Yo no. Yo sigo atrapado en la seriedad absurda de quien cree que todo depende de su equilibrio. Hay algo trágico en esa necesidad de control, como si uno pudiera detener la lluvia con las manos.

Y, sin embargo, envidio esa ligereza. Envidio a quienes pueden reírse de sí mismos, tropezar y volver a intentarlo sin llevar la culpa como un saco mojado. Envidio a los que saben que la vida no es un examen, sino apenas una tarde larga donde a veces se gana, a veces se ríe, y otras simplemente se mira el techo esperando que pase el ruido.

Yo todavía no sé cómo se hace.

Quizá la respuesta no esté en entender el juego, sino en animarse a jugar. En aceptar que los errores también forman parte del tablero, que el desorden no siempre es un enemigo, que uno puede perder una pieza sin perderse del todo. Tal vez vivir consista en eso, ¿no?, en aprender a moverse mientras las reglas se deshacen, en seguir respirando aunque no haya instrucciones.

Y quién sabe, quizá algún día logre mirar el mundo sin que me duela el peso de estar en él. Tal vez descubra que el silencio no siempre ahoga, que a veces sólo espera. Y si esa calma llega, aunque sea un instante, prometo no huir. Prometo quedarme, jugar un poco, perder sin drama.

Porque tal vez, sólo tal vez, la vida no se trate de ganar o de entender, sino de seguir moviendo las piezas aun cuando la ansiedad amenaza con inmovilizarlas.
Y en esa mínima posibilidad de seguir, de sostener la mirada, de respirar a destiempo… quizá empiece, por fin,
algo parecido a la paz.

Nicolás

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