me he prodigado el flagelo de evocarte bajo la primera faz que me legaste, esa semblanza primigenia que no me desollaba, la que aún respiraba un hálito de ternura hacia mí. o acaso, ¿debiera enfrentarte con el plomo dormido en una recámara, apuntando al epicentro de mi agonía, para que destierres esta letanía revestida de abandono? respóndeme, si es que puedes: ¿existió, en algún rincón ignoto de tu mente, una chispa de amor hacia mí?
porque, en mis ojos ahora lastrados por la sal del desencanto, todavía se agazapa el espectro de los tuyos, esa alquimia perversa que me aparta de una verdad que se ríe, desvergonzada, de mi necedad. tus manos jamás se anclaron a mí con devoción, ni tu pecho exhaló jamás un aliento genuino. dime, ¿acaso esos ojos tuyos, henchidos de tormenta, posaron alguna vez en mí algo que no fuera furia? arrebataste de mis pupilas la danza diáfana de la alegría, y, en su lugar, sembraste la hojarasca de tu desdén: el furor que se alimenta, el rechazo mustio que ahora soporto como cilicio impuesto.
si has de desatarme de este yugo, amado verdugo, no titubees. deja que el percutor se desplome y entrégame a los fauces de tu propio infierno, porque en esas llamas, quizá pueda buscar una última vez tus ojos, esos que hoy me aborrecen, porque en mí solo hallan el reflejo de tu propio espíritu.
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