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Encierro ferroviario: una anécdota real

Jul 11, 2025

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Encierro ferroviario: una anécdota real
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Eran casi las 23:30. Yo estaba re colgado, venía distraído mirando por la ventana. Siempre suelo jugar a tratar de divisar la silueta de las casas en la oscuridad. Cuando el tren paró en Llavallol, yo noté que mi vagón se vació. Pero como el tren ya venía con poca gente no sospeché nada. Es más, cuando vi que el vagón estaba vacío lo primero que pensé fue en hacer un video o fotos con la temática de la soledad cotidiana en el ambiente urbano. 

Cuando fui a dejar el celular en el asiento de al lado para hacer una toma sentado mirando por la ventana me di cuenta que no había nadie más en el tren y que todo se iba poniendo cada vez más oscuro alrededor. De pronto, en ambos lados del tren empezaron a asomarse otros trenes en las ventanas y ahí fue cuando me di cuenta que el tren se estaba yendo a guardarse al final del recorrido. Primero sentí negación, ya que yo estaba segurísimo que cuando subí en la estación de Turdera el tren que estaba anunciado en pantalla decía que llegaba a Ezeiza.

Por unos instantes sentí nervios ante el imprevisto; seguido de un poco de enojo conmigo mismo por haberme puesto en esa particular situación. Casi inmediatamente sentí lo contrario, sentí como si estuviera en un sketch o un capítulo de The Office o tal vez Fleabag. Miré hacia la cámara imaginaria que transmite el documental de mi vida y me resultó muy gracioso. Mi primer impulso fue pensar en romper una ventana del tren para salir, ya que siempre llevo encima una navaja multipropósito que cuenta con un mini martillo. Pero terminé por descartar esa opción ya que desconocía si al descubrirse el hecho podría ser multado por vandalismo o destrucción de propiedad del estado. La opción menos dañina y más sensata posible que se me ocurrió en el momento fue recorrer el tren hasta el frente y comprobar si el maquinista todavía se hallaba en la cabina de conducción, así que procedí a hacerlo. La caminata hacia la otra punta del tren se me hizo eterna. Los vagones parecían no tener fin, a ratos me sentía atrapado en un bucle infinito, como la serpiente Uroboros de la antigua Grecia. Luego de una caminata que se sintió kilométrica, llegué al final del camino. Estaba frente a la puerta de la cabina del maquinista.


Me paré un poco dubitativo, pensando qué decirle al conductor del tren ya que presumía que éste estaría agotado de una jornada laboral nocturna y encima de eso tendría que lidiar con el problema causado por mi inoportuno predicamento. Del otro lado de la puerta se escuchaba una cháchara radial indistinguible por el aislamiento sonoro de la cabina y la distorsión que provocan los aparatos de comunicación radial en las voces. Frente a frente con la puerta: del otro lado había un extraño, de este lado estaba yo, sin saber cómo reaccionaría el maquinista. Me decidí a golpear la puerta luego de unos instantes de tensión.

Detrás del cristal esmerilado, pese al desenfoque propio de este tipo de superficie difusa, pude distinguir los ademanes de una persona sobresaltada ante el inesperado toque de la puerta ya que desde su percepción él estaba totalmente seguro de haber estado solo, hasta que mi golpe en la puerta lo sacó de su estado absorto. Corrió un matafuego que usaba como tope interior y finalmente la exclusa de la cabina del conductor del tren se abrió rápidamente, como quien espera encontrarse un fantasma detrás de la cortina del baño. Primero que nada lo saludé con un "buenas noches, caballero" seguido de un "disculpe la molestia" que fue interrumpido por el maquinista que -sin salir de su estupor- preguntó "te quedaste dormido?" con una expresión de asombro.

Comencé a explicarle que cuando subí al tren estaba seguro de que en la pantalla se había anunciado que el tren llegaría hasta la estación de Ezeiza y que luego de ver que el vagón donde me hallaba se había vaciado, empecé a recorrer el tren para buscar la forma de salir. El conductor estaba visiblemente agitado, por lo que reiteré las disculpas y le aseguré que de ser preciso, no comunicaría a ningún empleado de la estación lo sucedido para que no ocasionarle problemas con algún superior. El hombre alto y de aspecto cansado me explicó que él mismo iba a avisar de lo sucedido y que estaba muy enojado con el personal de guardia ya que ellos deben recorrer todo el tren controlando de que no quede ninguna persona y luego recién después de eso tienen que darle el visto bueno a él para mandar a guardar el tren. Acusó de vagos a los empleados que ejercen la función de prevención y me aseveró que iba a presentar una queja formal contra el equipo de vigilancia ya que era inaceptable que no me hayan avisado ni hayan recorrido el tren al final del turno.


Luego de haber aclarado la situación y cerrar con llave la puerta de la cabina, procedimos nosotros mismos a realizar la ronda y recorrimos el tren en búsqueda de cualquier otro pasajero que haya quedado en la misma situación que yo. Por suerte, no encontramos a nadie más y nos dispusimos a salir de la formación ferroviaria que ahora mismo yacía estacionada en una zona de talleres y hangares. Me mostró la forma de bajar ya que no había andén ni plataformas donde apoyarse, los peldaños de la escalera debajo de la puerta del tren eran muy angostos y daba la sensación de que estaban hechos para gente de tamaño mucho menor que el nuestro. Pensé que tal vez se deba a que estos trenes fueron importados desde asia y por lo general, la gente allá es más pequeña - en estatura y proporciones- que nosotros.

Una vez fuera del tren y de nuevo en tierra firme, me sentí muy aliviado. El aire fresco me llenaba los pulmones como si estuviera respirando por primera vez y me sentí de muy buen humor, además de satisfecho por haber resuelto la situación sin vandalizar ni destruir el vagón para salir. Me sentí orgulloso de no haber caído preso del pánico. Intercambié algunas palabras con el maquinista y éste luego de comprobar que en otros trenes no haya nadie encerrado me explicó como volver de nuevo hacia la zona de andenes ya que estábamos bastante retirado del sector de la estación. Entre los talleres y la estación las vías se abrían paso como un sistema circulatorio, envuelto en una oscuridad brumosa poco amigable. Nos despedimos con un choque de puños y nos fuimos cada uno por su lado, no sin antes agradecerle y pedirle nuevamente disculpas por el problema ocasionado.

Caminé todo el trayecto desde los talleres y hangares hasta la zona de andenes y la estación. Me deslicé entre los empleados con la seguridad y confianza que uno esperaría de alguien que tiene familiaridad con ese entorno, saludándolos colo si les conociera de toda la vida, para pasar como uno más y no levantar sospechas de que en realidad estaba perdido y que minutos atrás me hallaba encerrado en un tren sin salida como sardinas en una lata.


Mandé mensajes a mi familia para comunicarles lo que había pasado y emprendí el viaje de vuelta a casa en una larga caminata hacia la avenida entre un cóctel de sensaciones y la certeza de que este tipo de situaciones bizarras cada vez me son más frecuentes. Sentí como si hubiera pasado dos horas pero reloj estaba tan solo a segundos de marcar las doce y, por ende, los primeros instantes de un nuevo día.

Pablo Bernabé Céspedes

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