La primera vez que sucedió, fue un martes por la mañana.
El asunto era el siguiente: Mariana entraba a trabajar a las ocho y media de la mañana todos los días, por lo que por supuesto debía calcular minuciosamente el tiempo para no llegar tarde. Cuando la hora en su teléfono celular marcaba que eran las siete y veintitrés, ella ya podía visualizar el colorido colectivo acercándose desde la distancia. Su luminoso color negro, que enmarcaba los números de la línea del bondi que tenía que tomarse, le dio la bienvenida a una rápida corrida hasta la parada, llenándola de urgencia para no perderlo.
Siempre venía más o menos vacío. Había un par de trabajadores comunes y corrientes, justo como ella, con caras largas que transmitían unas claras ansias por volver a la cama y echarse a dormir; también habían adolescentes que sostenían grandes carpetas y mochilas muy pesadas. El colectivero le dio a Mariana una sonrisa, la cual enmarcó un hoyuelo muy bonito.
—Buenos días, ricitos de oro.
Mariana tenía unos preciosos rulos que podrían muy celoso al sol de lo brillantemente dorados que eran. El apodo dado por el colectivero no resultaba algo fuera de lugar, muchísima gente antes de él la había llamado de esa forma e incluso de otras tantas más particulares. Sin embargo, una sensación rarísima llenó las entrañas de Mariana.
Parpadeó para contener unas curiosas ganas de llorar.
—Buenos días —respondió ella casi sin aliento. Y le indicó, tragándose un nudo en la garganta, hasta qué calle iba. El colectivero no notó nada extraño en el comportamiento de la chica, simplemente cobrándole el boleto y dando un distraído silbido después, jugueteando y haciendo ruido con las teclas que tenía en frente de él.
Mariana avanzó por el pasillo del bondi y se sentó en uno de los últimos asientos, con la cabeza agachada. No sabía muy bien para qué. Probablemente más de una persona en el colectivo habría visto a una completa extraña llorar en mitad de un viaje de bondi. Carraspeó otra vez para poder aflojar la sensación pesada y alojada en el fondo de su cuello, incluso colocó una mano en sus propias clavículas para poder masajear como si eso fuera a ayudarle a sentirse más aliviada de alguna forma…
Lo atribuyó a la frialdad adyacente del rocío de la mañana. Tal vez se debía al mal clima que siempre le daba comezón en la garganta, ¿quizás se había trasladado a sus ojos también, haciéndolos ponerse llorosos? Mariana los sentía ciertamente un poco irritados…
El viaje a su trabajo fue rápido y no le dio tiempo a pensar en nada más. Y, como era usual de una trabajadora tan comprometida con su laburo como Mariana, apenas entró a la oficina no le prestó más atención a aquello sucedido con el colectivero.
Cuando fue la hora del almuerzo, las compañeras de Mariana la convencieron de bajar todas juntas e ir a buscar algo al supermercado chino más cercano. Ella tenía compañeras y amigas laborales de todas las edades: había una chica recién salida del secundario que estaba jugando a ser adulta y aventurándose a pagar una de las facturas de la casa en la que convivía con sus padres aún, también estaba Julia que tenía tres hijos y parecía tener un instinto maternal hacia todas las que eran más jóvenes que ella; y la amiga más cercana de Mariana en el laburo, Ana María, quien tenía treinta y dos años y unos flameantes ojos negros.
Ana María enganchó su brazo con el de Mariana mientras cruzaban la avenida para llegar al supermercado. Tenía unas cuantas pulseras con palabras y frases en inglés, era una treintañera bastante hippie y de estilo encantadoramente relajado. Mariana estaba convencida de que Ana María vendría al trabajo con polleras extensas y de telas brillantes si el código de vestimenta laboral se lo hubiese permitido.
—Me muero del hambre, Mar —se quejaba Ana María—, ¿qué tenés ganas de comer hoy? No te miento, yo estoy para una buena hamburguesa…
—Con el hambre que tengo yo también, serían dos hamburguesas para mí…
Mariana se quedó pensativa mientras llegaban al supermercado. Le encantaría comerse dos hamburguesas justo como le dijo a su amiga, pero le quedarían todos los dedos ensuciados y limpiarse tomaría mucho tiempo. No podía arriesgarse a ensuciar el teclado de la computadora de su puesto en la oficina, ya podía imaginarse el escándalo que armaría su supervisora cuando descubriera un teclado sucio… pensaba en qué almorzar, caminando y fijándose precios de algunas cosas, cuando se detuvo detrás de un hombre.
Un total extraño.
Este desconocido, sin ninguna característica de su apariencia que destacara de forma asombrosa, tenía algunas canas creciendo en el pelo. Su camiseta deportiva colgaba desgastada en todas las esquinas, probablemente había venido a comprar algún que otro alimento que faltara en su casa que debía estar cerca, por la sencillez de su atuendo.
A Mariana, sin embargo, lo único que le atrajo del desconocido fue su perfume.
Era tan devastadoramente común que eso sólo disparó más alarmas dentro de su interior. El absoluto extraño se rascó una mejilla y el movimiento liberó más ondas de aroma que fueron disparadas a la chica quien tenía la boca abierta como un pez. El olor era algo exagerado y obviamente masculino, con una nota subyacente de chocolate y tal vez algo amaderado…
Los ojos de Mariana se llenaron de lágrimas.
No había pensado en el incidente de esta mañana, con toda la responsabilidad laboral y las actividades que eso demandaba. De hecho, tampoco lo pensó en ese momento. Estaba demasiado avergonzada, demasiado confundida y preguntándose qué razones podría tener para ponerse a llorar así por el aroma de un extraño al que jamás volvería a ver en su vida.
Cuando hizo un ruido particularmente alarmante, como un pequeño animal atragantándose de modo similar al que ella lo hacía con sus propias lágrimas, el desconocido pareció tener intenciones de girarse y ella evitó aquel rostro, fingiendo total normalidad al actuar como si estuviera comprobando el precio de un producto lácteo. Pensó inmediatamente: “No puedo dejar que me vea así”.
Mariana no sabía por qué, pero si esos ojos oscuros la miraran con alguna emoción ligeramente negativa, pensó que se derrumbaría de tal forma que ningún producto lácteo podría ser una coartada para el llanto que se apoderaría de ella. Fue alejándose, con una sensación de añoranza muy grande, hasta que se cruzó con Ana María de nuevo. Por suerte su amiga no notó nada raro en su comportamiento, y continuó hablándole de lo caro que estaba todo.
—Las pendejas se fueron a comprarse algo del Mostaza que está a la vuelta —dijo Ana María rodando los ojos, refiriéndose a las pibitas de la oficina y a las cuales no quería demasiado por lo visto—, ¿no vas a llevar nada? Así podemos ir a buscarlas para volver a la ofi.
Mariana no tenía más apetito. Negó con la cabeza y su compañera de laburo se encogió de hombros. Pagó un par de cositas, se volvió a quejar de cómo todo había aumentado con un tono que hacía evidente que se volvería a quejar de eso más tarde. Ella quiso acotar algo, algún chiste para seguirle el tema de conversación a su amiga de trabajo pero no logró encontrar el hilo conector de pensamientos para formar una frase coherente y que sobre todo no tuviera que ver con lo que le había pasado. Estaba empezando a recordar el incidente sucedido en la mañana, con el colectivero.
Lo que la sacó de sus recuerdos fue el luminoso cartel del Mostaza. En la fila para recibir los pedidos ya hechos, estaban dos de sus compañeras más jóvenes, y había una tercera que ya había recibido la hamburguesa y la estaba comiendo. Tenía bastante queso, porque la chica estaba lamiéndolo para no ensuciarse tanto los dedos (las cagaban a pedos si los teclados de la ofi quedaban sucios, ¡reiteramos!). El lugar, lógicamente, olía demasiado a comida grasosa y a Mariana le dio el impulso de apretar la nariz y mirar para otro lado.
Había una nena. Tal vez tendría unos, ¿siete años? ¿Ocho? Tenía un precioso vestido de florecitas violetas. Al lado de ella, un adulto estaba riéndose porque la nena tenía la cara manchada de kétchup y mayonesa en los cachetes y la intentaba limpiar. Indudablemente era el padre. Los ojos de la nena y los ojos del adulto eran del mismo color marrón otoño.
Mariana sintió de vuelta esas ganas de llorar. No podía apartar la vista, sin embargo.
“Ah, obvio,” pensó ella. “De tanto laburo, lo re olvidé. Hoy es el aniversario. Parece que estás en todos lados pero sin embargo no estás acá.”
Ana María notó que su amiga laboral no dejaba de mirar a un dúo de padre e hija que ahora se reían los dos y hacían chistes que avivaban la risa cuando esta parecía querer detenerse. Le preguntó entonces: —¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Los conocés?
Ella esbozó una sonrisa. Ana María no la entendería, ella no lo había pasado, pero apreciaba mucho la preocupación por ella así que quería responderle algo que no fuese a tornar la cosa muy incómoda pero aún así dejar en claro lo que le estaba sucediendo. Al fin lo entendía.
—Sí, amiga, tranquila. Estaba pensando en mi papá.
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