La sangre tira hacia lugares paradójicos,
liminales y caóticos; no puede jurar sobre
la herencia sin contemplar su martirio,
ni revertir sus yerros sin concluir
en fatídico destino, la ignominia.
Como camino que oculta las huellas
por más fuerte que se pise,
guarda en sí proezas desconocidas
al procurarse único efugio de famas.
Como liturgia que denosta lo sagrado,
invierte la cruz en desdén de algún Dios
y se halla ante la misericordiosa rebeldía
de no ser pura blasfemia.
La sangre tira, ante todo, por lo nuestro;
por aquellos ignotos laberintos de antepasados
donde cada salida converge en el velo
de una realidad cercana, frágil, inerte.
Conserva secretos hostiles a todo devenir
y somete a quienes traten de erigirse
como hospederos de deseos joviales,
como profetas de una tierra sin malicia.
Conserva recuerdos silenciados por una marea
de inexactitudes cronológicas en su relato,
tan lúgubre, tan espurio, tan propio;
que hace mella en nuestro tiempo, su augurio.
La sangre tira y no podemos evitarlo.
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