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"En la hora azul"

Sep 12, 2025

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"En la hora azul"
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Era la hora azul; caída rutinaria del sol todas las tardes en el pueblo. Ciprés atravesaba los terrenos de pastizales de retorno a su casa. El césped sin cortar raspaba sus tobillos desnudos, generándole esa clásica picazón irritante, reminiscente de los momentos de juego, de la infancia en el parque.

Caminaba, ensordecido por sus propias quejas silenciosas, ignorando los dulces vientos otoñales de aroma a jazmín, que intentaban cautivar su atención. Había solo una cosa capaz de despertarlo de su cotidiano ensueño de irritabilidad: la presencia de aquel edificio.

 En una esquina, a diez cuadras de su casa, se alzaba aquella estructura; un antiguo hogar arquitectónicamente ecléctico. Las aromáticas brisas florales parecían transformarse en sepulcrales escalofríos silenciosos al llegar allí. Habría sido, en su momento, el pináculo de la elegancia; cada detalle que lo decoraba, alguna vez esculpido finamente por laboriosas manos. El frío que emanaban sus ennegrecidas paredes parecía cortar en la piel, como los rotos cristales de sus ventanas vandalizadas. Nubes tormentosas de enfermizas aves constantemente revoloteaban en su interior desterrado, gris, solitario.


El lugar le causaba lástima. La lástima de un potencial desperdiciado. Ese espacio podría ser una escuela, una plaza; tantas cosas podría ser… pero no era nada. No era nada más que un simple recordatorio de la decadencia de una sociedad que no cuida su pasado ni lo reconstruye; sino que lo deja pudriéndose en un rincón, hasta que la inmundicia es tal que ya no queda más remedio que demoler y despedazar.

Sin embargo, no era su abandono lo único que atrapaba diariamente la atención del joven. Lo que le preocupaba, era la figura de ese pobre querubincito recostado, que adornaba el centro de las altas cresterías. Quizás, algún día fue blanco como las nubes, hoy era del color del cielo ante un inminente huracán.


Detrás del chico se asomaba la luna, acariciando su cabello de forma ligera, con radiante luz perlada, suspirando su nombre suavemente. Ciprés decidió seguir su camino, cuidando sus pasos con la mirada para no tropezar, una tarea demasiado grande como para encontrar un momento libre donde alzar la vista al cielo.

Si detenía el paso la oscuridad lo invadiría. Siguió el camino en silencio, sin silbar melodías ni escuchar la del viento; su único pensamiento era la pena que lo carcomía cada vez que pasaba junto a esa putrefacta edificación.


En un dorado día de mayo, el joven regresaba a través de su camino habitual, sus pies seguían un ritmo constante en el seco pasto, su mente flotando en el somnoliento tedio del atardecer. 

Una vez más, el encuentro diario con el triste edificio. Elevó el mentón para observar al querubín en lo alto, repitiendo ese hábito sin propósito, como si esperara que la escultura alguna vez fuera distinta. Al intentar enfrentarlo otra vez con los ojos, el sol durmiente no se lo permitió. Su luz le provocó un inmenso ardor; bajó la cabeza y apretó los párpados, frunciendo una mueca de hastío.

Se sintió invadido por una gran frustración ¿Cómo era posible que él se preocupara tanto por el angelito como para buscarlo a diario, y que el lugar lo lastimara para que no lo viera? Era como si este lo alejara, rechazara su empatía. Entonces, frustrado, rápidamente retomó el paso hacia su domicilio. En su pecho ardía una sensación de ofensa y repudio.


Marchitas hojas fueron poco a poco recubriendo los callados suelos del pueblo. Durante este embosquecer, Ciprés había cambiado de ruta. Hacía días que evitaba esa cuadra, y todas las anteriores; su recorrido había sido modificado drásticamente, alineado con el incendio dentro de su corazón.

Hasta que, en una de esas tantas tardes de ensimismamiento caminante, las lágrimas comenzaron a inundar el interior de su cuerpo súbitamente, hasta rebalsar en su rostro. Se sentía la persona más irracional del mundo, modificando su rutina por algo tan insignificante: ¿Cómo podía modificar su rutina por algo tan mundano? Nadie en la historia de la humanidad se habría visto afectado emocionalmente de tal manera por la intensidad del sol o por la presencia de una escultura ¿Qué clase de persona se creería tan importante? 

No lograba comprender por qué su mente lo hacía viajar hacia tan rebuscados sentimientos; sensaciones inusuales e inútiles. Entonces, decidió combatir su inmadurez de forma definitiva. 


Corriendo con casi la urgencia de una elipsis, Ciprés volvió a encontrarse de pie allí, frente al denso aire del grisáceo edificio. Sus pupilas estaban clavadas a las baldosas decoradas de otoño. Era como si una tercera mano temerosa, creada por su mente, mantenía su cabeza presionada hacia abajo. Inmóvil y avergonzado estaba su cuerpo, mientras que en su cerebro flotaban miles de preguntas sin respuesta. Repentinamente, el eco de una irreconocible voz hizo que aquella mano imaginaria tirara bruscamente de sus cabellos, forzándolo a mirar hacia arriba.


—“¿Por qué sientes pena de mí? Me causa gracia”— Dijo aquella voz distante, aniñada.


Ciprés intentó localizar con la vista el cuerpo del que provenía, revoloteando las pupilas alrededor del cielo.


—“Me da mucha más pena un hombre como tú, que caminas a diario sin objetivo, purgándote de algo que desconoces; antes que una escultura como yo, que sonríe eternamente” 


Fue entonces cuando el chico logró comprender que ese sonido tan extraño nacía de los labios tiesos del ángel esculpido, quien tomaba trono en la cima del edificio.


—“No veo posible el sonreír eternamente, al vivir atrapado en un techo hasta decaer”—dijo Ciprés, mientras sus ojos navegaban a través de todo el paisaje, buscando una mirada viva a la cual responder, dudando de su cordura.


—“Yo no vivo, solo descanso. Tú vives sin descanso; eso es lo realmente lamentable”


La vocecita del querubín retumbaba cada vez más intensamente en el oído de Ciprés, quien, titubeando, replicó: 


—“¿Descansas mientras todo abajo tuyo se pudre? Para mí, eso es mucho más lamentable.”


El chico sintió el infinito eco de la infantil risa burlona del ángel que chocaba contra las paredes, rebotando hacia él, y comenzando a temblar pronunció:


“¡No sabes lo que es pisar la tierra! ¡Por eso tu ignorante indiferencia!”



Ciprés, aturdido, no podía soportar una risa más del ángel. Estrelló su cuerpo contra las finas y desgastadas maderas, que inútilmente cumplían la función de una puerta.

Comenzó a correr hacia las escaleras de la edificación, tosiendo el polvo de la suciedad y aspirando la humedad. Con cada paso, los escalones crujían fuertes quejidos, como si se hubiesen despertado molestos de un profundo sueño. 

El aire espeso zumbaba fuertemente, pero el chico se encontraba totalmente fuera de sí; ninguno de sus sentidos percibía sensaciones, su cuerpo solo perseguía las órdenes de su desorientada conciencia. 


Al llegar a la terraza, la hora azul estaba comenzando a asentarse en los cielos brumosos. Corrió hacia el borde, trepándose con rapidez a la crestería. Se abalanzó sobre el angelito; sus piernas en cada hombro, sus manos apretadas en el punto más alto de la esculpida cabeza.

No podía contener su odio hacia la cruel criatura, presionó con fuerza su cráneo hacia abajo, como queriendo lograr que éste conozca el suelo, el como es vivir realmente.

Gracias a una grieta preexistente en su nuca, causada por el paso de los años, logró desprenderle la cabeza. Sonrió con éxtasis, saboreando su victoria, el alivio de haberse deshecho de su mayor preocupación.

Al pobre Ciprés no le alcanzó el tiempo para darse cuenta de que al ejercer tanta presión, su peso corporal estaba completamente posicionado en el roto cráneo de cemento. Entonces, cayó junto a él, en un abrazo de carne y piedra. 

No se podrá saber jamás si quizás por un cuarto de segundo, llegó a darse cuenta de su próximo fin.

Cuando ambos cuerpos alcanzaron el suelo, de los fríos ojos del querubín brotó una única lágrima. Sin embargo, quienes no viven, no lloran.

Pasaron las horas, el azul navío del cielo se teñía de lobreguez. Con la tranquila llegada de esa noche, la luna se alzó menguante para acunarlos a los dos.

LA NEMOROSA

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