Esta noche
no he rezado.
No porque no quiera,
sino porque no hay nadie
al otro lado de esta plegaria.
Los templos
—todos los templos —
arden,
con los vitrales quebrados
como ojos que ya no saben mirar.
Hay un dios en ausencia,
un hueco sagrado
donde antes latía la promesa
de un orden.
Y ahora,
en la ciudad sin nombre,
las farolas titilan como últimas estrellas
de un cielo vencido,
y yo camino,
frágil,
como un pensamiento que se disuelve
antes de nacer.
Busco luz, sí.
Pero la luz hiere.
La luz muestra.
La luz
miente.
He visto cuerpos encenderse
como oraciones rechazadas.
He visto niños jugar
con cenizas de lo que amaban.
El fuego purifica, dicen.
Pero también devora.
Y estamos hechos
de esa contradicción.
Nos creímos sabios.
Queríamos saber.
Tocar el núcleo del misterio.
Nombrarlo.
Domarlo.
Pero el mundo,
el mundo no se deja poseer.
Y nadie
nos enseñó a mirar sin romper.
Nadie nos dijo
cómo se sobrevive
cuando los mapas arden
y el guía ha desaparecido.
La noche es una bestia sin dientes.
Nos lame,
nos vigila,
nos ofrece el silencio como única salvación.
Y sin embargo,
aquí estamos.
Unidos por el espanto,
por la belleza de lo que se cae.
Encadenados por la ternura
de no rendirnos.
Somos
la pira encendida.
El coro que canta
aunque sepa que no hay salvación.
La carne que no se arrodilla,
pero se abraza
en medio de la caída.
Si hay redención,
será en esto:
arder juntos.
Arder sabiendo
que no hay más fe
que la que se pone en el otro
cuando todo lo demás se desmorona.
Y si alguna vez Dios nos mira,
que lo haga ahora,
cuando no tenemos nada,
y aun así,
decidimos quedarnos
a encender el mundo
con lo que queda
de nuestra esperanza rota.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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