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39 horas entre la piedra y la luz.
Murió.
A la hora novena, expiró.
El grito aún reverberaba en el viento cuando la cabeza cayó, y los ojos se apagaron sin cerrar del todo.
Todo cumplido. Todo cumplido. Todo cumplido.
José de Arimatea pidió el cuerpo. Lo bajaron con cuidado, con una mezcla de piedad y espanto. La sangre aún tibia en algunas partes, seca y oscura en otras. Nicodemo trajo mirra y áloes, casi cien libras. Envolvieron el cuerpo con lienzos, como se hace con los que ya no tienen voz.
El cuerpo de Jesús yacía sin vida.
Su madre lo miraba sin lágrimas.
El sol se ocultaba con prisa, como si no soportara el espectáculo.
Todo no. Todo no. Todo no.
La piedra fue rodada y el sepulcro sellado.
Los soldados vigilaron.
Los discípulos se escondieron.
Las mujeres, en silencio, prepararon perfumes y ayunos.
Y el cadáver, ese molde del verbo, comenzó su viaje al silencio.
Ha de ser lo sustancial. Ha de ser lo sustancial. Ha de ser lo sustancial.
En la hondura invisible, donde la muerte no manda pero tampoco retrocede, algo se estremecía. No un movimiento físico, sino una vibración inasible. Un eco eterno en el abismo.
Ellos han de comprender. Ellos han de comprender. Ellos han de comprender.
Pero dormían, unos de miedo, otros de agotamiento.
Y en la esfera donde el tiempo no se mide por relojes, sino por sentido, la Trinidad hablaba consigo misma, consigo Uno.
¿Lo harán? ¿Lo harán? ¿Lo harán?
La muerte, que se creía victoriosa, custodiaba sin saber que en su interior se incubaba la derrota.
El cuerpo se mantenía inerte, sin pudrición, sin halo.
No resplandecía.
No latía.
No sangraba.
Y, sin embargo, era semilla.
Sea como sea, así ha de ser. Sea como sea, así ha de ser. Sea como sea, así ha de ser.
Durante esas horas —que en la tierra contaban una a una, y en el cielo no eran contadas—, el Cristo descendía.
No caminaba, no hablaba, no mostraba heridas.
Pero su presencia traspasaba las sombras.
Los antiguos justos lo vieron. Adán, Eva, Moisés, David, Rut.
El Hijo, sin cuerpo, proclamaba sin palabras que el tiempo había sido atravesado.
Hora es ya de volver. Hora es ya de volver. Hora es ya de volver.
Afuera, el alba temblaba en la piel del domingo.
Una brisa, un leve temblor en la piedra.
El silencio del sepulcro comenzaba a quebrarse.
Una presencia se acercaba desde la hondura.
No entraba: despertaba.
Sea. Sea. Sea.
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Epílogo: La grieta de la luz.
El cuerpo yacía inmóvil aún.
Pero la oscuridad ya no era absoluta.
Ni el tiempo, lineal.
Hubo un segundo imposible de registrar.
Una ausencia de todo.
Y en esa ausencia, algo sucedió.
No fue un latido. Fue antes.
No fue un abrir de ojos. Fue más profundo.
El cuerpo, todavía envuelto, sin haber sido tocado por nadie, fue.
Y en ese instante, la piedra que sellaba el sepulcro comenzó a temblar.
Un ángel descendía, no con estrépito, sino con obediencia.
Los guardias cayeron como muertos.
La tierra se estremecía con pudor.
Y dentro, el cuerpo del Hombre se unía al Verbo que nunca dejó de ser.
El Cristo resucitó.
Abrió los ojos.
Respiró.
Se incorporó.
No se apresuró.
La muerte había sido vencida sin venganza, con ternura.
En su mente, una y trina:
Todo tiene sentido ahora. Todo tiene sentido ahora. Todo tiene sentido ahora.
Wa-hayyã ãzal.
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