Hablemos, por favor, de finales. Hablemos mirándonos cara a cara, a los ojos, directos a las pupilas. No apartemos la mirada. Hablemos de lo que termina, de lo que ya no será más, de lo que se fue para no volver. Hablemos de su magnitud, del golpe, de la pérdida. Hablemos del dolor que provocan. Hablemos de las despedidas, de las elegidas, de las impuestas. Del agujero que supone tener que marchar, de la desesperación que contiene tener que dejar que se marchen.
Tengo de frente la luna, la veo a través de una arboleda contoneándose con la brisa de la tarde. Mi pelo mojado se empieza a secar progresivamente mientras la piel se me eriza: no sé si es el fresco o que lo que estoy escribiendo me emociona pero quiero pensar que es un poco de las dos.
La semana pasada acabé una sesión hablando de algo, algo que me ha traído de cabeza los últimos meses. Bajé la pantalla del celular y dije: "se acabó". Me recorrió un escalofrío de pánico e ilusión.
Y pensé, sí, claro, hablemos de los finales. Hablemos de cuando nos vamos de los lugares que nos estaban haciendo daño, cuando, por fin, damos la vuelta al teléfono y sabemos que no vamos a responder. Hablemos de dar el portazo. Hablemos de su magnitud, del golpe, de lo que se gana cuando se atraviesa. Hablemos de lo que, menos mal, ya no será más. Hablemos de sentir la libertad para elegir nuestros propios precipicios. Hablemos de ese nuevo yo que emerge, como un ave fénix, después de la desesperación.
Ya no aparto la mirada, lo digo mirando a los ojos. Ya me inventaré otro camino, el mío. Mi precipicio.
"Se acabó".
Empezó.
Que nazca otra historia.
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