754 lunas.
Esa es mi edad en un hipotético calendario selénico. Diría, coqueto, que aparento unas cuantas menos. Aunque, en realidad, se puede aparentar la edad que uno tiene sin que eso sea negativo: con la carga de asombro, reflexión y desvarío que cada luna llena ha dejado. No son arrugas ni achaques lo que marca ese número, sino la huella de haber mirado el mundo con la intensidad de quien sabe que cada noche es irrepetible.
Medir el tiempo en lunas tiene algo de poético, más cercano a los ritmos de la naturaleza que al frío conteo de los años. Es una medida más orgánica, más cambiante, como si en vez de acumular cifras, dejáramos que la luz de cada luna llena nos moldeara un poco. Es un tiempo menos rígido, más etéreo.
Medir así el tiempo no arrastra el peso de los años; es como un suspiro, como un instante suspendido.
Los años llevan consigo la carga de aniversarios, balances y expectativas cumplidas o no. En cambio, las lunas son solo ciclos. Van y vienen sin la carga de engorrosas cuentas, sin la pesadez de las vueltas al ruedo solar. Es un modo de medir el tiempo sin que el paso de éste pese como lo hace cada año.
Quizás si midiéramos la vida en lunas, mareas o eclipses, nos preocuparía menos el desgaste y más el simple hecho de viajar con el flujo de las cosas.
Y cuando sucedan las mil lunas... quizás ahí, simplemente, miraremos a la siguiente, sin más. Porque, al final, cada ciclo lunar es solo un recordatorio de que el tiempo no se mide, se vive.
Aguantar la mirada a la luna siempre me pareció un estar amable y sencillo.
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