No hay malicia ni desinterés en el alma de mi madre.
Pero me crié en brazos ajenos.
De una mujer con la experiencia tatuada en las arrugas. Me enseñó a amar
para luego arrebatarme de su olor a ropero y el sabor a arroz con leche.
Siento que guardó mi corazón en un tupper, y lo abandonó conmigo en un jardincito
para que lo viera dejar de latir lentamente sobre la mesa roja.
Y luego comerlo, sin sentir absolutamente nada.
Cómo Jesús lamentó la traición de Judas, también se volvió resiliente.
No lo culpó.
Hubiera llorado lágrimas.
Me hubiera enojado.
La soledad me pesaría en los hombros
Al igual que la envidia de ver, como otros niños se van de la mano con sus madres
justo cuando el reloj apunta el mediodia.
Pero fui paciente.
Buena y tranquila.
Nunca dije o reproché nada.
Nunca supe que o cómo.
Así que miré a mi corazón vivo.
Esperé a que dejara de latir,
abrí el tupper, y me lo comí.
Lo mastiqué,
hasta dejar de sentir el vacío de un calor inexistente en mis manos
que nunca fueron tomadas para volver a casa
cuando el reloj indicara el mediodía.
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