Entonces me miró a los ojos.
Estaba sentado frente a mí, y por primera vez en años, con una carga de angustia en su mirada y voz, me habló:
“Eres muy paciente. Siempre esperas a que la vida llegue a ti y no la buscas vivir por tu cuenta, ¿por qué?”.
Ahí lo entendí.
La vida seguía su curso, sin importarle el tiempo, circunstancias o personas. No como a mí me importaban.
Ella no esperaba el momento perfecto para hablarle a un desconocido, para tocar un instrumento que llamaba su atención, o simplemente compartir sus pensamientos e ideas con alguien más.
Ella no esperaba señales, no estaba quieta.
No sentía temor de la inoportunidad.
Yo nunca aprendí a ser inoportuno, y ahora ella parecía tomarme entre sus manos y consumirme día con día, hora tras hora, convirtiéndome en, nada más, que un espectador de tal escena: preso de un cuerpo inmóvil, con una mente desesperada por escapar.
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