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ELENA

Ariana

Sep 10, 2025

18
ELENA
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Elena ya estaba decida. Iba a suicidarse. Le había dado unos cuantos avisos a su marido, esos que son suaves, silenciosos y despistados, aquellas frases que repetía siempre, pero que sólo se escuchan si se presta la suficiente atención: «¡Qué frío!», decía cada cierto tiempo, miraba el rostro de su hombre esperando una reacción pero él se mostraba indiferente, estaba enfocado en sus cosas, con suerte asentía. Él nada más sabía trabajar, o eso decía.

La mujer nunca se refirió al ambiente frío del hogar, pues se acunaban en un espacio cálido —a pesar del desamor que ya dormía en las habitaciones— sino a la actitud de su marido. ¡Qué frío era él! Tan frío que ni siquiera la ternura podía nacer de sus manos, de sus ojos, de su boca, de ningún lado.

No se iba a suicidar por el desamor que tenía su marido por ella. No, ya no. Su rechazo era por la incomodidad que le provocaba el despertar. Llevaba tiempo que se sentía podrida. Podrida del cerebro y del cuerpo entero y, en vez de entrañas, seguro tendría un montón de gusanos carcomiendole cada órgano al punto de que ya eran un puñado de carne viva.

Cada mañana se paraba frente al espejo del baño, siempre con el miedo incrustado en su pecho, como si el ayer y el hoy fueran diferentes. Ella sabía que el bucle era eterno, no importaba cuántos días pasaran: iba a ser lo mismo ayer, hoy y mañana. Sin embargo, existía aquella presión en el pecho, eran sensaciones revueltas: esperanza y decepción. Más la segunda.

Al principio le costaba unos minutos enfocar su rostro, a primera vista era una silueta borrosa, un suspiro roto, un olvido. Después, veía las palmas de sus manos con temor de que hoy no fuesen de humano, sino de algún monstruo o de un insecto, con suerte (esperanza) sería una planta o en el mejor de los casos, un cadáver o ahora sí, nada, ni siquiera consciencia. Tomaba tiempo para verse, así, borrosa, parpadeaba y cuando finalmente enfocaba su cuerpo mañanero —que era cuando más real era, a su parecer— sólo veía un epitafio ya escrito, perfecto, con el nombre ya escrito (decepción).

Repetía su nombre, como si decirlo fuese un método para reconocerse, recordarse que, aunque estuviera a punto de morir, aún tenía un nombre: Elena. A veces creía que había sido bautizada con sangre, con el sufrimiento, bendecida bajo la palabra falsa de Dios, no era posible que, a su edad, no hubiera un día, semana, año en el que no sufriera. Se sentía débil, vulnerable a todo. Era su maldición. Su deuda con Dios; intentaba recapitular su pasado y no podía hallar el motivo de tanto karma. Se miraba y sentía el rechazo con su rostro y cuerpo, su respiración le incomodaba, al punto de que olvidaba cómo hacerlo. Lo mismo sucedía con el acto de reírse, cuando lo hacía de manera genuina, ella sabía que simplemente esa sonrisa nacía, nacía como un bebé, el sonido de esa risa era igual de natural que el chillido del recién nacido; allí era consiente de que no tenía que fingir una tonalidad o una forma de sonrisa como pasaba cada vez que reía o sonreía de manera falsa o automática. Modulaba sus mejillas e intentaba abrir sus ojos, imitaba la misma mueca y estaba aprendiendo a cómo conseguir el brillo en sus ojos, esto último, era más difícil de lo que pensaba, pues su mirada siempre delató todo de ella, por eso, cuando era percibida por alguien, desviaba sus ojos de vez en cuando para que nadie descubriera que por dentro estaba hueca, ya sin alma. Y era devastador para ella pues sus ojos le gustaban, eran medianamente grandes y de color marrón oscuro; era triste acercarse al espejo y admirar sus ojos y solo hallar ruinas, tenía una culpa imnesa e incluso pensaba en el perdón que merecían, le permitían leer, observar y apreciar, pero ella solamente los usaba para llorar, cada tanto se permitía leer cuando su (casi) cerebro estaba harto del sufrimiento de Elena y ponía un "hasta aquí", entonces, le daba la orden de leer un libro, uno que superara su dolor o que al menos, el protagonista tuviera más suerte que ella y VIVIERA, por decisión propia; en ese instante leía y agradecía tener un par de ojos que le permitieran deshacerse de sí misma por un momento. Irse del mundo al menos por una novela de doscientas páginas.

Era un ritual mirarse en el espejo. Ver su cabello negro, con canas escondidas, hurgaba entre los mechones y encontraba una que otra hebra de color blanco creciendo, sentía que su cabello era lo que más le alentaba al suicidio, pues se daba cuenta de que cada vez era más tarde y que su cobardía seguía aplazando su vida; esculcaba entre ellas para asegurse de que el tiempo seguía avanzando y que no era un ciclo en el que estaba encerrada. Era su manera de saber que el tiempo caminaba cada vez más rápido y que solamente su dolor era algo estático en ella, que el tiempo era como una libre huyendo de su deprador hambriento.

Miraba también sus senos, nunca habían amamantado a un humano. Nunca tuvo un gusto por ellos, los odiaba, le recordaban cada día el aborto que tuvo, los veía y sentía rencor, por ellos, por ella, porque nunca dieron vida. Los veía y a su mente llegaban los recuerdos de la sangre entre sus piernas, era escalofriante ver tanto color rojo, era una regresión al día que hubo sangre cuando unas manos diferentes a las suyas se posaron sobre ella, en su entrepierna también. Su aborto fue como si estuviese en televisión, era imposible de creer, parecía un sueño, no por estar embarazada sino por provocarse un aborto. No había otra solución. No, no era un bebé, apenas se estaba formando pero ya predecía los traumas que tendría aquella cría. Su esposo no estaba listo para tener un ser humano nuevo, más bien, no quería una versión pequeña de Elena y de él; ella, en cambio, sabía que su destino era el suicidio, y no sabía si era mejor —para un hijo— tener una madre rota o una madre muerta. Pero estos sólo eran pensamientos de consolación inconscientes al saber que su marido no quería formar una familia con ella, por eso abortó. Hubo sangre, su ropa interior de color blanco se teñian a cada momento y el dolor era nulo a comparación del dolor mental. Una vida. Tenía muy bien entendido que no era vida aquello que llevaba dentro, eran nada más unas cuantas semanas cuando su periodo se atrasó. Eran células y ya, pero ella sentía que mataba algo vivo. Entonces, en el ritual matutino de recordarse quién era, Elena palpaba sus senos y le daban pena. Iba a suicidarse en un día y nunca pudo darle vida a un humano formado, parido y criado por ella. Ni siquiera quiso intentarlo después, se quitó la idea de que un hijo podría salvarle la vida, su deseo de ser madre se esfumó en cuanto vio sangre, lágrimas y sudor en una noche entera. Su esposo, se dignó únicamente a decir que todo pasaría. Supo entonces resignarse a que ese era su destino, de nuevo, obra de Dios.

Las aves despertaron a Elena, agradeció por el canto. El día ya era distinto desde el momento en que sus pies tocaron el suelo frio, era diferente. No era un día cualquiera. Ella sabía que esta mañana nacería de nuevo. Tomó un vestido blanco, no uso sostén ni calcetas, solo una pantaleta del mismo color. Se vistió frente al espejo del baño, no iba a romper el ritual de siempre, sin embargo, esta vez era una ceremonia especial y distinta. Observó sus senos que se veían atraves de la delgada tela del vestido, puso sus brazos en ellos y los palpó con cariño, hurgó entre sus cabellera azabache y solo la ordenó un poco, las canas parecían más relucientes ahora. Y hoy le gustaba su cabello alborotado y esponjado, por primera vez en años. Miró sus manos, parecían las de una mujer pura y nueva, parecían sus manos de niña, las mismas que jugaban con muñecas de juguete soñando ser madre. Pintó sus labios del característico rojo carmesí que tanto le gustaba, rizó sus pestañas y acercó su rostro al espejo: sonrió, pues finalmente, se reflejó Elena en él, ahora como un humano completo, entera y con el corazón sin mordiscos de gusanos.

Finalmente estaba lista para la ceremonia. Ahora Elena ya estaba allí, en el planeta tierra, por fin. Regresó a la habitación y tomó su chaqueta favorita, era color marrón, de una o dos tallas extras. Vio por última vez a su marido dormir, ya no sentía nada por él y se sentía en paz al saber que la decisión de terminar con su vida ya no era por su indiferencia sino porque ella necesitaba ser libre y sanar, descansar de su respiración y del dolor que Dios le engendró en las venas. No temía por la reacción que tendría su marido al enterarse de que se suicidó, llegaba a imaginar su cara cuando le dieran la noticia, y a su parecer, era una reacción de alivio.

Elena bajó las escaleras y se puso la chaqueta pues le dijeron que la muerte era fría; tomó el arma del cajón del mueble de la cocina y salió de casa, robó las llaves del auto de su marido y manejó hasta el campo donde daría su último respiro, allí, en el manso paisaje verde junto con las aves, los árboles y con el aire fresco que ya no le parecía vomitivo ni difícil de inhalar.

Se sentó debajo de un árbol. Sacó el arma, tenía una única bala, la adecuada para Elena. La elegida para su final. Suspiró con alivio, sonrió, cerró los ojos imaginando su renacimiento y jaló el gatillo.

Ariana

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