Hay una mujer que vive en mis recuerdos con la luminosidad de un atardecer de verano. Su cabello es como un río de oro líquido, ondeando en cascadas suaves que capturan la luz y la descomponen en mil destellos. No es un rubio pálido, sino cálido, como el de la miel recién cosechada, con hebras que parecen haberse teñido con los mismos rayos del sol. Es delgada, con la gracia de una bailarina en reposo, y cada uno de sus movimientos tiene una fluidez serena, como si el aire a su alrededor se adaptara a su ritmo.
Sus ojos son el contraste perfecto a esa aureola dorada. Son del color de la tierra húmeda, de un castaño profundo y cálido que se aviva con destellos de ámbar cuando la alegría la toca. En ellos hay una inteligencia tranquila y una curiosidad amable. Y luego está su voz. No es solo un sonido; es una melodía. Es suave, pero llena de matices, con un timbre que podría calmar una tormenta o hacer que la conversación más trivial sonara a poesía. Cuando hablaba, no solo se escuchaban palabras, se sentía una armonía.
Y la extraño. La extraño de una manera que no duele, sino que ilumina. La extraño cuando el sol de la tarde se filtra por la ventana y proyecta sombras doradas en la pared, y por un instante, creo ver su silueta. La extraño cuando escucho una canción con un tono que se parece a su voz, y en lugar de entristecerme, sonrío, porque ese sonido me devuelve por un momento a su lado. Extraño la forma en que su risa, una versión musical de su hablar, podía llenar una habitación y convertir un día ordinario en una celebración.
Esta añoranza no es un peso en el pecho, sino una luz que llevo conmigo. Es el recuerdo de su ingenio rápido, de esas ocurrencias que surgían de sus labios y me hacían reír con genuina sorpresa. Es la memoria de su manera de escuchar, con esos ojos castaños completamente enfocados, haciendo que quien hablara con ella se sintiera como la persona más importante del mundo. Extraño la energía tranquila que emanaba, una fuerza serena que invitaba a la calma y a la reflexión alegre.
Pienso en la pasión con la que hablaba de las cosas que amaba, ya fuera un libro, una pieza de música o simplemente la textura de la corteza de un árbol. Esa chispa en su mirada era contagiosa, y ahora, cuando me encuentro con algo hermoso o interesante, mi primer impulso mental es compartírselo. Es un hábito feliz que ella me dejó: ver el mundo con un poco más de asombro, a través del eco de su perspectiva.
Ella no lo sabe, y está bien que así sea. Este sentimiento no es una carga que quiera imponerle, sino un tesoro personal. Es la prueba de que conocí a alguien extraordinaria, una persona cuya simple existencia hizo que mi mundo fuera más brillante, más rico en colores y sonidos. Su ausencia no es un vacío, sino un espacio que ahora está lleno del resplandor de todo lo que fue.
Así que la llevo conmigo, no como una pena, sino como una compañía luminosa. Su recuerdo es como una canción que suena en mi interior, una melodía que me impulsa a buscar la belleza, a hablar con amabilidad y a caminar por la vida con un poco de esa gracia que ella personificaba. La extraño, sí, pero de la manera más alegre posible: agradeciendo profundamente, desde la quietud de mi corazón, el privilegio de haber sido testigo, aunque fuera por un tiempo, de todo ese oro y toda esa música.
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