Muéstrame tu alma, escuché en la radio, tal vez en una conversación, asumo que no le estaba prestando atención, sólo necesitaba un ruido de fondo, y la palabra “alma” se abre como una puerta que no sé si da a un cuarto o a un precipicio. Pienso, por momentos, que yo quisiera huir de mí, desprenderme como una sombra que decide no seguir al cuerpo y se queda en la vereda, mirándome partir sin moverse.
Lo intento a veces con canciones, esas que nacen como hilos invisibles y me atan a un lugar que no sé nombrar. Una melodía basta, porque la música no pide permiso ni da explicaciones: simplemente atraviesa, y al hacerlo me revela en su murmullo.
Ah, si pudieras ver lo que veo: las yemas de mis dedos deshaciéndose como tizas usadas, dejando polvo en el aire. Si pudieras sentir cómo la materia se va despegando de mi piel, comprenderías esta vocación de desvanecimiento. Yo, aeronave sin alas, al borde de un vuelo imposible, sostenida apenas por la respiración, por el vértigo de no caer del todo.
Soy un borrador, un dibujo a medio hacer en la libreta de un niño que se distrajo mirando la lluvia. Obra inacabada, sí, pero obstinada en seguir latiendo en lo incompleto. Firmé un pacto secreto con la nostalgia, y en sus pliegues me encuentro como quien se reconoce en un espejo que ha guardado demasiados rostros: no devuelven mi cara, devuelven todas. Y frente al espejo real, ese de vidrio frío, me hablo con la crudeza del juez, la severidad del verdugo y la piedad del abogado. Así me salvo y me condeno en un mismo gesto, sin entregarle a nadie más la fatiga de mi vulnerabilidad.
Colecciono silencios. Los guardo en frascos que sólo yo puedo abrir, cada uno con un matiz distinto de azul, algunos más claros, otros tan oscuros que parecen mares. Me enamora esa languidez que no pesa, sino que flota; esa tristeza que no derriba, sino que enseña a caminar despacio. Y mientras algunos buscan la claridad como quien busca refugio, yo elijo la penumbra, no como renuncia sino como morada: en ella habitan los gestos no dichos, los movimientos mínimos que contienen más verdad que cualquier palabra. Tal vez, como me dijo en un mensaje Vida, he vivido el síndrome del impostor, habitándome siempre como de paso, un mapa de contradicciones donde ríos y ciudades inventadas laten sin pedir permiso
Está bien, claro, sentirse bien, acomodarse un instante en la silla tibia del orden. Pero no podemos negarnos el estremecimiento de no entendernos, esa confusión que nos mira como un gato en la penumbra y no dice nada. Es justamente allí, en la rareza de mirarnos de soslayo y no reconocernos, donde late lo vivo. Lo que se entiende por completo se solidifica, se vuelve estatua, se muere de claridad. Lo que nos incomoda, en cambio, nos mantiene despiertos: grietas que respiran, vacíos que respiran, incómodas ventanas abiertas en medio de la tormenta.
Y yo sé que en esa incomodidad, en esa descolocación que no termina de doler ni de salvar, se enciende el verdadero pulso. Nada vivo se explica del todo, nada vivo cabe en una sola definición. Es allí, en el desconcierto, donde la vida se sacude como un animal enjaulado que todavía conserva fuerzas para saltar. Y respiramos, sí, respiramos de veras, como si cada bocanada fuera la primera y también la última.
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