Y si la miran, les ruego que no la miren con lujuria.
Mírenla como yo la miré: con el corazón en las manos y el alma hecha un nudo.
Mírenla de lejos, observen lo brillante que es, lo fácil que parece amarle cuando no duele.
El atardecer y el cielo son pálidos a su lado, pero no la amen por eso.
No la amen por su belleza, ni por ese cuerpo que parece inventado para el deseo.
Ámenla por su silencio, por la forma en que se rompe sin hacer ruido, por el cariño que da sin que nadie lo pida, por lo que calla, por lo que guarda, por lo que nunca les dirá aunque la amen con los ojos cerrados.
Ella puede ser tormenta, y sombra, y caos, y a veces; muchas veces no se queda.
No porque no ame, sino porque no sabe cómo quedarse cuando alguien la ama de verdad.
Yo lo sé.
Porque me amó, sí, pero no lo suficiente.
Porque se fue.
No tardó mucho en rendirse.
Y yo sigo aquí, como si pensarla fuera suficiente para manifestar su regreso.
Como si escribir su nombre en mi mente bastara para que vuelva.
Y lo peor es que no estoy lista.
No estoy lista para nada cuando se trata de ella.
Porque si vuelve… ¿qué haré?
¿Y si vuelve a irse cómo me sostengo otra vez?
Moriría porque me amara
como llegó a amar a ustedes.
Como amó a todos, menos a mí.
Como si mi amor hubiera sido el único que dolía.
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