Este no es un cuento. Es un testimonio. Una historia real que todavía late en mi memoria y que merece ser contada.
No me acuerdo el año exacto. Fue un verano cualquiera, de esos que parecen inofensivos y terminan marcándote para siempre. Ella se llamaba Mariana Suárez. Al principio todo parecía un romance de verano: encuentros sexuales intensos, calor, deseo. Pero desde el inicio yo le dije la verdad: no quería ser su pareja, no estaba enamorado. Ella no aceptaba esa idea.
Los mensajes se volvieron interminables, páginas enteras escritas a cualquier hora. Una vez me tendió una trampa: mandó a una amiga para que me buscara, me convenciera de verla. Yo fui, sin ganas, sin amor. Ella insistía. Quería atraparme como fuera.
La última vez fue la más oscura. Mariana me propuso un “juego”: atarme de pies y manos para hacerme sexo oral. Acepté, pensando que no era más que eso. Me dejé atar. Pero entonces, de un rincón, salió su amiga: Laura Gómez.
Las dos comenzaron a reírse. No era risa cómplice, era burla. Una risa que perforaba la piel. De repente, los golpes: patadas, cachetadas, empujones. Yo trataba de zafarme, pero estaba inmovilizado. Laura sostenía una tijera. Sentí el tirón en el cuero cabelludo y el sonido seco de los mechones cayendo. Me cortaban el pelo al azar, dejándome desfigurado. Después me tiraron plásticos del cabello encima, como si fuera basura.
En medio de la humillación, fueron por lo más valioso: mi teléfono. Me lo sacaron de las manos, y entre golpes y amenazas me exigían la contraseña. Mariana estaba obsesionada con saber con quién hablaba. No soportaba la idea de que yo no la quisiera, aunque se lo había dicho desde el principio. Era como si necesitara pruebas de mi rechazo para justificar su odio.
No bastaba con eso. Mientras estaba atado y golpeado, me sacaron fotos. Y Mariana, como remate, las subió a Instagram: ahí estaba yo, en ropa interior, inmovilizado, convertido en espectáculo público. La traición íntima se transformó en burla abierta, en chisme, en morbo. La vergüenza me quebró. Me hicieron pelota psicológicamente.
El después fue todavía más difícil que el momento mismo.
La foto corría rápido, como corren todas las miserias en los pueblos chicos y en las redes. Algunos se reían, otros callaban, otros fingían no haberla visto. Pero yo sabía que estaba ahí, flotando, convirtiéndome en materia de burla.
No dormía. Cada vez que cerraba los ojos volvía a escuchar las risas de Mariana y Laura. Sentía la tijera cortándome el pelo, el plástico pegado en el cuero cabelludo, las manos golpeándome mientras yo no podía moverme. Lo revivía todo, una y otra vez.
Lo más perverso era el contraste. Porque Mariana ya era profesora de educación especial en ese tiempo. Tenía a su cargo niños con capacidades diferentes, a quienes debía cuidar y educar con paciencia y empatía. Y sin embargo, en su vida privada era capaz de planear una emboscada, de atar, golpear, humillar y exponer. Esa contradicción me partía la cabeza.
Y como si eso no bastara, con el tiempo supe que se recibió de policía. Hoy porta un arma, viste un uniforme y camina con la autoridad que el Estado le dio.
Pienso en eso y me corre un frío por la espalda: alguien que disfrutó de atar, golpear y exponer, hoy tiene la potestad de detener, de usar la fuerza, de decidir sobre otros. Esa es la locura absoluta.
A veces me arrepiento de no haberla denunciado. Su propia madre me lo pidió, como si ella misma reconociera el monstruo que tenía en casa. No lo hice, y esa omisión me persigue. Porque hay veranos que nunca terminan. Y porque el verdadero terror no fue quedar atado en un cuarto: es saber que, allá afuera, la persona que me destruyó tiene ahora una placa y un arma.
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