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El último viaje

Feb 2, 2025

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Cuando le dijeron que su enfermedad era incurable, lo primero que pensó Ulises era que no había viajado lo suficiente. Los días que siguieron al del diagnóstico, en el encierro de su internación, se le hicieron terribles no por la cercanía de la muerte, sino por la monotonía del paisaje. Su vida, que la había dedicado a la familia y al trabajo, había estado llena de esos paisajes repetidos, y pensar en eso ahora le dolía. Los médicos le habían comunicado la cruel sentencia de que su cuerpo no resistiría otro ambiente que no fuera el hospital, y que para extender su esperanza de vida no podían moverlo de ahí.

Un día, el recorrido de resignación que su mente repasaba todos los días se encontró con un caudal diferente, con una lógica inesperada. “¿Si me voy a morir - pensó como una epifanía - por qué debería importarme más el tiempo que el lugar? ¿Por qué dos meses en un sanatorio son más valiosos que 5 segundos en el caribe o en roma o en los alpes?”

Ulises se sintió entonces como si hubiera despertado de un largo sueño, como si la inacción en la que había estado no hubiera sido más que el producto de algún malentendido. Se levantó de su cama con debilidad pero con determinación, desconectó el catéter y el cableado que lo retenían como cadenas a su cama y se dispuso a escapar del hospital. Quería hacer un último viaje, ver hasta dónde era capaz de llegar con el tiempo que le quedaba. Con la lentitud que le correspondía por su enfermedad fue pasando por los diferentes pasillos hasta llegar a la salida. La suerte o el destino le habían despejado el camino, los enfermeros que podían haberlo retenido estaban ocupados en otros asuntos y la seguridad de la entrada se encontraba ausente. Pasó sin más dificultad que la suya propia hasta llegar al exterior. El cielo despejado lo recibió al salir, pero eso no lo satisfacía. Era el mismo cielo que se repetía todos los días a través de la ventana de su cuarto. Él quería algo más, así que siguió caminando. Atravesó la calle vacía con dificultad, con sus pies descalzos sufriendo el pavimento. El catéter suelto se balanceaba debajo de su brazo como el péndulo de un reloj antiguo. 

Después de recorrer una cuadra que a él le parecieron como diez, las plantas de sus pies palparon césped. Había llegado a una plaza. El agotamiento lo hizo apoyarse sobre un árbol solitario que había cerca suyo. Con la fuerza de su determinación levantó la cabeza y observó el paisaje que lo rodeaba. No eran las ruinas de Roma ni la torre Eiffel, pero por alguna razón se sintió conforme con la vista de esa plaza. “Esta plaza no la conocía” pensó con un misterioso orgullo. 

Satisfecho con su misión, se sentó en el césped mientras veía en la distancia a unos chicos jugando a la pelota y a una pareja recorriendo la plaza. El mundo a lo lejos se movía mientras su cuerpo se iba quedando cada vez más quieto, pero Ulises no sintió miedo. Apoyó su cabeza contra el tronco, tragó la sangre que se había amontonado en su boca y cerrando los ojos se dispuso a emprender aquél otro viaje que venía adeudando.


Juan Bautista Pedrozo

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