El último Dios que amé también tenía tus manos.
Nov 13, 2025

cargo con una fe heredada,
como quien carga con un apellido o una sombra.
la aprendí en los patios silenciosos,
donde los rosales crecían torcidos
y las estampitas dormían bajo el polvo.
hay una plegaria en mí que no se extingue,
una voz antigua que dice: “esperá”.
y yo espero, como si la espera fuera una forma de creer.
te rezo sin palabras,
porque las palabras ya no alcanzan.
mi boca sabe a domingo,
a hostia que se disuelve con el miedo.
tu nombre —
esa sílaba que no me atrevo a decir en voz alta —
se mezcla con el humo de las velas
y con el murmullo del barrio cuando cae la tarde.
quizás te inventé,
como se inventa un dios cuando no hay testigos.
una fe pequeña,
sólo para mí.
una fe con olor a lluvia vieja,
a madera húmeda y vino en copas desiguales.
creo en vos del mismo modo
en que una niña cree en los fantasmas:
sabiendo que existen,
pero temiendo que aparezcan.
bajo tus manos, el mundo se aquieta.
los relojes dejan de insistir,
y hasta los perros de la vereda parecen entender el silencio.
no hay milagros,
solo una respiración que se acomoda en la mía,
un temblor que promete redención
aunque sepamos que no la habrá.
he visto santos derrumbarse,
vírgenes quebrarse en los altares,
y aún así, cuando pronuncias mi nombre,
algo se ilumina en el polvo.
como si el tiempo retrocediera,
como si el pecado fuera solo un malentendido.
te amo con la culpa de quien reza por costumbre,
con el fervor de quien ya no espera absolución.
y si alguna vez me salvo,
no será por fe,
sino por error,
por descuido,
por el milagro leve
de haber creído, aunque sea un instante,
que tu voz podía salvarme.
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