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El tren

Tomé mi mochila y en ella guardé mi bolso con los implementos habituales: la pipa, el moledor, la yerba que atesoraba en un papel y un libro al cual le quedaban unas 40 páginas por ser leídas.

No había ningún rostro que ver en mi casa antes de salir. Ninguna conversación quedaría pendiente. Acaricié a mi perra con el amor y la tristeza que solo un último encuentro puede provocar. Sería nuestro último abrazo.

Me subí al auto y aceleré lentamente. Vi pasar las casas de mi pasaje y sus perros echados en los reducidos antejardines, tras las rejas mojadas y descascaradas por la lluvia de la noche, sumándose a la que ha caído a través de los años.

Pensé en escribirte y despedirme. Pensé en muchas cosas, pero todas se fueron desvaneciendo en el inmenso espacio inhabitado que se encontraba adentro mío. El cansancio de abrir los ojos por la mañana, solo porque sí, se ha vuelto agotador. Todo esto ha llegado a ser intolerable para una persona tan diminuta como yo. Las palabras han dejado de tener sentido y razón, frente al silencio que ha teñido todo.

Manejé por la ciudad durante horas sin sentido ni rumbo alguno. Solo daba vueltas por calles que ya había recorrido tediosamente, las que conocía de este transcurso al que se supone llamamos vida. Intentaba aferrarme a algún recuerdo que me hiciera querer estar aquí, pisando esta tierra. Luché con todas mis fuerzas por encontrarme en algún instante feliz, pero esa persona que tal vez fui fue la primera en alejarse.

Mi último consuelo fue buscar tu sonrisa en alguna parte de mi memoria. Me encontré con ella y su imagen fue como un último suspiro de agradecimiento.

Rodeé casas de algunos viejos amigos por si divisaba a alguien. Esperaba que la casualidad me arrebatara esta decisión de mis temblantes y sudadas manos. No encontré a nadie.

Pasé también por tu antigua casa. Quería, en el fondo de mi ser, que me llamaras y me preguntaras cómo estoy. Mentiría y te diría "bien". Esperaba que algo tuyo me detuviera: una llamada, un regaño o que me pidieras el libro que me prestaste. Hoy lo cargo conmigo y espero que vuelva a tus manos.

Me estacioné frente a la estación de ferrocarriles. Aquí solo hay cuatro horarios en los que el tren llega a esta ciudad. Eran las cuatro de la tarde y tendría que esperar cuatro horas por la llegada del ferrocarril. Bajé del auto y oculté las llaves en la rueda trasera. Solo las hojas caídas de un otoño próximo a terminar adornaban mi procesión. Divisé a lo lejos al guardia que conversaba con la cajera de la boletería; ninguno de los dos me vio entrar.

Caminé de la forma más lenta que pude, sintiendo el frío en mi cuerpo y el crujir de las piedras húmedas del balasto. Ningún otro pensamiento nuevo se me venía a la cabeza. Quizás ya estaba muerto y no me había dado cuenta.

Caminé por la línea férrea con dirección al norte, lo más lejos de la boletería, y me senté en uno de los rieles. Leí las cuarenta páginas, que a estas alturas eran lo único pendiente. Miraba cada cierto rato mi teléfono de reojo. Algún grado de esperanza involuntaria quería brotar por el rabillo de mi ojo, o quizás el vivo deseo de que me detuvieras.

Faltaban cinco minutos para las ocho de la tarde. Respiré hondo y apoyé mi cabeza sobre los rieles. Solo el frío y la oscuridad eran mis compañeros en esta tarde que se volvió noche, eso y la sensación de que el final sería el purgante absoluto.

Me recosté a mirar las estrellas y recordé aquello que dicen: que somos polvo de ellas. Crucé mis manos sobre mi pecho y cerré los ojos, esperando la llegada del tren.

Son las 23:30 y el tren no pasó. La yerba se fumó y el libro se leyó. La tristeza sigue aquí, conmigo. ¿Y el teléfono? El teléfono jamás sonó.

Creo que me quedaré aquí, contemplando la noche.




Manu Letelier Faundez

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