Vivimos en el medio del fin de un mundo laboral conocido y el principio de otro que todavía no aprendimos a nombrar. Las reglas cambiaron, o quizás se deshicieron. Lo que antes valía —una carrera, un título, una red de contactos— hoy pesa menos que un algoritmo o una cuenta con seguidores comprados. En este tiempo de consumo efímero, la educación se volvió un lujo y la experiencia, una reliquia que el mercado ignora con la indiferencia de una máquina que solo procesa lo rentable.

Buscar trabajo mientras trabajas. Un loop sin sentido, una rutina que ni paga ni descansa. El INDEC dice que la desocupación es del 7,6%, pero nadie mide el cansancio de quienes sobreviven bajo la ilusión del monotributo. La informalidad alcanzó el 43,2% y el empleo precarizado creció en más de 400 mil personas. Los números son fríos, pero adentro laten historias: bandejas de entrada vacías, respuestas automáticas, promesas que nunca se cumplen. La búsqueda laboral se volvió una especie de religión sin milagros.
Las calles están llenas de cuerpos conectados. Hombres y mujeres en moto, con mochilas brillantes y miradas vacías, corriendo por monedas que se evaporan en comisiones. Ganan por viaje, no por tiempo, porque el tiempo ya no vale. En las pantallas, otros trabajan de sí mismos: venden su imagen, su cuerpo, su voz, su vida. Los llaman “creadores de contenido”, pero son los nuevos obreros del algoritmo, condenados a producir para que alguien más cobre por sus clics.

La economía formal se desangra. Entre abril y junio se perdieron 23.600 empleos registrados y más de 370 mil en el último año. Los rubros que daban estabilidad se vuelven ruinas industriales. La reforma laboral prometida por el gobierno suena más a una digitalización de la desigualdad que a una revolución del trabajo. Flexibilizar, modernizar, eficientizar: eufemismos para lo mismo de siempre. Trabajar más, ganar menos, agradecer igual.
Mientras tanto, se habla de crecimiento. Los informes oficiales pronostican una expansión del PBI, pero la realidad se mide en changas, no en gráficos. La productividad se eleva sobre el agotamiento y el mérito se volvió una excusa elegante para justificar la exclusión. En esta versión beta del capitalismo total, los robots todavía no nos reemplazaron, pero aprendieron lo peor de nosotros: la obediencia, la resignación, la rutina.

A veces pienso que el futuro del trabajo ya llegó, solo que nadie se dio cuenta. No hay apocalipsis ni explosión. Solo la continuidad del cansancio. Quizás el fin del mundo no sea un meteorito, sino un Excel. Una sucesión infinita de facturas electrónicas, notificaciones y currículums rechazados. Un universo donde seguimos moviéndonos por inercia, buscando sentido en la repetición, como autómatas con sueños hipotecados.

Tal vez el apocalipsis no llegue de golpe, sino en cuotas. En cada “enviar currículum”, en cada factura del monotributo, en cada promesa de mérito que suena como plegaria vacía. Un futuro sin épica ni redención, apenas una larga jornada laboral donde todos esperamos que algo cambie… sabiendo, en el fondo, que no va a cambiar.
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