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    El Tesoro de los Olvidados

    Jul 2, 2025

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    El Tesoro de los Olvidados
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    Voy siempre al mismo lugar, un sábado sí y otro no. Nadie me espera ahí, y nadie pregunta por mí cuando vuelvo. Salgo temprano, con ropa sin marcas, mochila vacía, termosellada por los años. El colectivo me deja en las afueras, donde las fábricas se oxidan al costado de la ruta y los perros duermen en las banquinas. Ahí, entre galpones de chapas vencidas, está el Rastro.

    No tiene nombre, pero todos lo llaman así: el Rastro. Un predio lleno de chatarra y objetos sueltos de pasado, separados por secciones que nadie respeta. Desde que lo descubrí, siento que ahí adentro hay una ley no escrita: todo lo que alguna vez fue importante para alguien, termina aquí. Y si uno es cuidadoso, puede rescatar algo que todavía tenga alma.

    Hay juguetes sin piernas, carteras destruidas por la humedad, ropa de otras décadas con etiquetas que ya no existen, herramientas incompletas, libros hinchados de moho. Algunos vienen a buscar repuestos. Otros, como yo, vienen por otra cosa. No sabría explicarlo. Es como si una parte de mí se estuviera reconstruyendo con cada hallazgo.

    La primera vez que encontré algo valioso fue sin querer. Era una cámara analógica, pesada, con funda de cuero negra. Cuando la abrí, todavía tenía un rollo adentro. Lo revelé en un negocio de barrio. Las fotos eran de una familia que no conocía: un cumpleaños en un patio de baldosas, chicos con piñata, una mujer rubia con rulos alzando una torta. Me quedé mirando esa imagen durante días. Sentí que les debía algo.

    Desde entonces empecé a coleccionar lo que llamo “restos con historia”. No busco marcas ni objetos valiosos. Busco cosas que tengan memoria: cartas rotas, libretas con nombres, estampitas escritas a mano, fotos descoloridas. Las guardo todas en una caja grande de madera en mi casa. A veces las ordeno. A veces, solo las miro.

    Una vez encontré una Biblia con una dedicatoria: “Para mi hijo David, que nunca pierda la fe. Mamá. 1981”. Era chiquita, con tapas verdes, y olía a humedad vieja. No sé por qué me dolió tanto. Pensé en esa madre escribiendo, en ese hijo que quizás la olvidó o la perdió o simplemente creció. La llevé conmigo. La tengo al lado del teléfono, como si fuera una reliquia.

    La gente del Rastro es otra cosa. No somos amigos, pero nos conocemos. Está el flaco que junta motores y fierros, el que arma bicicletas con piezas sueltas, la señora que busca tazas de porcelana sin importar si están rotas. Y hay un chico, no sé su nombre, que camina con una nena chiquita. La nena siempre lleva un tutú rosa, como si fuera a bailar al ballet después de revolver basura. Nunca supe si era su hija o su hermana. Pero él la cuida como si fuera todo lo que tiene.

    A veces pienso que somos un ejército silencioso. Gente que se niega a aceptar que el mundo es solo lo que brilla. Gente que cree que aún en lo roto, lo usado, lo descartado, hay belleza. No como nostalgia. Como resistencia.

    Un día encontré un cuaderno escolar, de tapas duras, con el nombre “Andrea S.” escrito con birome azul. Empecé a leerlo: eran poemas. Algunos malos, otros torpes. Pero había uno que me paralizó:

    “Si me tiro al río que no me busquen. Pero si me hundo despacio, quizás, solo quizás, alguien me alcance la mano.”

    Me quedé con ese cuaderno. Desde entonces, Andrea S. está conmigo. La anoto en una lista mental de personas que existieron, aunque ya no estén. Como si pudiera salvarlas del olvido.

    A veces pienso que mi casa es un mausoleo de lo que otros tiraron. Pero también pienso que es un santuario. No colecciono basura. Colecciono presencias. Y si alguna vez me voy, si alguna vez alguien entra a mi cuarto y encuentra mis cajas, mis objetos, mis reliquias, ojalá entienda lo que hacía. Ojalá no lo tire todo.

    Porque hay cosas que no deberían desaparecer. Y alguien tiene que recordarlas.

    Aunque sea un desconocido. Aunque sea yo.

    Juan Carlos

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