El sonido del silencio es una respiración. Costó años descifrarlo. En las épocas más oscuras imploré con el peso aplastado en las rodillas, la boca reseca, el palpito resquebrajado. Buscaba más allá del techo una respuesta, la que fuera, por mínima que resultara. Necesito algo, necesito algo, necesito algo. Lo que sea. Lo necesito. Lo necesito porque hay una tendencia aberrante por destruir Io que adquiero, por estrujarlo, y reventarlo. Busco una nueva vida que me permita encarar lo que tanto se me recrimina. Lo agarro cuidadosamente—es el punto principal del trayecto; desmenuzar la superficie, arrancar el entre-medio, llegar al núcleo con un hambre avasalladora y buscar, al final, extraer su material, acabarlo. Es una fijación que solo los abandonados entenderían, los problemáticos empedernidos, los que no caben en ningún lugar, ni siquiera en un ataúd hecho a la medida porque los huesos seguirán creciendo, porque al sucumbir a la tierra van a brotar raíces de malezas. Necesito una respuesta porque soy la hiedra que renueva el veneno. Ya no pido bondad, está sobrevalorada. Pido, quizás, redención, plenitud. Jamás haré parte de nada sin la absolución.
Se unen las manos en el rito triste que asemeja las flagelaciones antiguas cuando el ser humano todavía creía en la salvación del alma, en las señales divinas, en la compasión de los padres frente a heridas que sangran y se pudren.


Padre, padre, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos de salvarme? ¿Por qué no resuenan mis palabras en tus oídos misericordiosos? ¿Por qué mi clamor se detiene en la superficie impenetrable? ¿Por qué estos lamentos arrastrados siguen taladrando? ¿Por qué yo? No hay gozo ni muerte, solo una expiación insípida que se extiende hasta el final de los días, una condena constante que se reinicia siempre, una pesadilla que gatilla hasta la degradación.

Entre tanto, sigo preguntándome por qué guardas silencio, por qué no hay respuesta. Abro los ojos como platos de frente a una penumbra abismal, tambaleante en medio del pasillo negro, con figuras fantasmagóricas puestas contra la pared, resultando en espejismos insoportables de un anhelo roto. Se oyen gritos y súplicas, llantos y alaridos. Con la voz desgarrada que reviento.
Y luego, silencio. Solo eso.
Se vuelve a cuestionar la misma retahíla de ruegos que piden piedad o alivio. Nada. Una apología a esta vida baja. No hay certeza de respuesta. Solo abunda un vacío que ensordece hasta el final. Quizás en la muerte, y solo en el final, es cuando da uno con la respuesta. ¿O no?

Más allá del silencio y de la oscuridad no queda más que la respiración. Todo ser que respira proclama, también, tu presencia. Lo primero que hacemos al llegar es inhalar el mundo, lo último que hacemos antes de partir es exhalarlo. Lo dejamos ir de la misma manera en que nos damos a la muerte. Tu nombre que no podría conocer de jeroglíficos mundanos tenía que ser otro tipo de lenguaje. Te respiramos y estás en todo, expandimos los pulmones bajo cada situación, cuando temo es cuando más me lleno de su presencia, cuando busco tranquilidad, solo debo inhalar más hondo. Siempre estuvo.
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