Uno se cansa de buscar el gesto mínimo,
de afinar la mano hasta encontrar el temblor exacto,
de aprender a amar sin ruido
y aun así no perderse.
El silencio pesa
cuando no es una mirada
la que se encarga de alterar la respiración.
Porque hay pausas que sostienen
y quietudes que se vacían solas.
Pero tu mirada
desplaza el aire,
reordena el pecho,
devuelve algo a su sitio
sin esfuerzo,
sin aviso.
Enamorarse acerca a la divinidad,
no por sentencia
Pero sí por rendición.
Algo necesita ceder,
algo deja de insistir en sí mismo
y permanece,
sin nombre,
sin defensa,
sin miedo.
Y entre tanta historia repetida
se filtra una fe que no pide permiso.
Una trilogía nacida de lo herético:
el poniente del dogma, la negación del cordero,
cuando la luz aprende a retirarse, y la manzana se vuelve más fácil de comer.
En ese momento aparece;
la caricia mínima,
ahí donde el deseo deja de empujar y se queda;
la disolución lenta del yo
La caricia del pecado original
en ese instante
donde el cuerpo ya no se reconoce.
Entonces el cielo no observa.
Las estrellas pierden distancia,
se fragmentan en sonido,
conducen a ciegas
entre gemidos sin traducción.
Y todo regresa al mismo punto:
la vigilia encendida,
el sueño incompleto,
el fuego contenido
esperando otra vez
ese silencio previo
donde decir "te quiero"
sigue siendo demasiado.
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