Una tarde cualquiera, de esas tardes donde nos ocurren todas las cosas, me encontraba yo solo, arriba de una silla, intentando limpiar una ventana. Hay cosas que no pueden narrarse, cosas inadmisibles y tan misteriosas como el mismo paso de los días; pero a pesar de ello, algún esfuerzo más que humano podemos ejercer para darle vida a lo indescifrable, así terminemos sin alcanzar la meta, corriendo descalsos sobre aceite. Yo no podía saber lo que iba a pasar, y quizás sabiéndolo, no sea una cuestión del conocimiento. ¿Cómo poder conocer lo inmediato? Puesto que de un trazo a otro con el trapo, fui limpiando la ventana de arriba hacia abajo, hasta que en un determinado punto, sobre un reflejo sin fondo, pasé un trazo más y descubrí un rostro y unos ojos que me miraban. Instantes infinitos, lugares del tiempo sin nombre, donde no accede la luz, fueron los que me hicieron preguntarme qué ojos, qué rostro me estaban interrogando — porque aquellos ojos tenían una seriedad que yo nunca había conocido antes. No había rastro de tristeza, de resignación ni de disciplina: los ojos apenas parecían ojos, de lo poco que me transmitían.
Me detuve todo el tiempo que quise. Pude figurar que algo estaba obrando sobre el alma de aquel rostro que lo dejaba como paralizado. Un punto vacío del espacio, singular y común a la vez, o quizás un sobre sellado, esperando a que su destinatario lo abra. ¿Ese debía ser yo? Porque poblar al otro me parecía una injusticia y yo lo que pretendía era entender por qué era tal cual lo encontré. Algo de fotografía, algo de inoportuno tenía lo que yo quería. Arriesgué un movimiento, apenas leve, pero por poco lo pierdo para siempre. ¡Con cuanta rapidez él también se movió! Decidí quedarme quieto y observarlo más a la mirada, como si por meras fuerzas de insistencia lograría que la puerta se abriera a mi paso, revelándome los imprecisos aposentos. ¿Cómo describir su magia? Sólo ahora sé que lo que estaba absorbiendo era tan terrible y destructivo como un adiós. Como una apariencia, apenas perceptible, todo se me fue desfigurando en débiles imágenes que no se relacionaban con esa severidad que empezaba a quebrantar mi espíritu. Lo veía y a su vez veía tanta cosa, hasta que incluso él también se me confundió entre el dispar de elementos que nos rondaban, y por poco yo también me sentí desvanecer.
Ya no sabría explicarme. Todo se volvió tan gris como un día de nubes sin sol, aunque no tuve que esperar mucho para que empezara la luz del relámpago y la lluvia. Sólo cuando desaparecí fue que pude entender. Ese rostro delante de mí no vibraba, no tenía una real comunicación, como si pudiese existir un objeto imposible en nuestro universo — y es que sí pueden existir: sería justo aquellos objetos que no tienen relación alguna con nada. Mi mirada buscaba algún salvavidas qué echarle, alguna cuerda con la cual traerlo hasta aquí, pero nada encontré. Aquél rostro estaba solo, y por ello no tenía nada de humano, no tenía cuerpo con qué poder acercarse, y mucho menos tiempo en el cual poder ser otra cosa. Estaba ahí, en una transparencia que luego comprendí me amenazaba por completo. Quise encontrarme y no me hallé; no supe dónde, bajo qué pretexto, me había yo también diluído con esos ojos. Mi carne estaba pero yo no la habitaba, aunque más preciso sería señalar que no era, sin predicado que pudiese ya integrar lo que había sido, como una oscuridad sin centro ni límites. Me asombraba esa existencia, aunque llamarla así parece una equivocación, una falta de sutileza, como quien no acomete con seguridad el ritual; y de alguna forma también fue así: estaba iniciando algo que sólo podría catalogar de vacío, y esos ojos me habían perdido a su camino. ¡Ah! ¡Qué terrible es la serpiente en su movimiento, siniestra belleza! Pero pudo el horror arrebatarme mucho antes, pues una vez atravesada la puerta no podría volver atrás. Sólo después de este susto elemental fue que empecé a recomponerme.
Intenté averiguarme en ese espacio donde estaba siendo, como si pudiese seguir con el pensamiento la piel y la sangre que sé recorrían mi cuerpo. Apenas llegué a reconstruir mi corazón, pude seguir la pista hasta los dedos y el último de mis cabellos. Me había recuperado, aunque no logré en nada reconstruir el rostro que tenía delante, y quizás nunca pudiese hacerlo. Cuando ya mi mano estaba en mi mano, y encajaba perfecta en la fisionomía de mi mano, hice los últimos trazados sobre la ventana. Brillaba de una manera que no era natural, y fingiendo que me olvidaba del rostro, descendí de la silla y me fui a hacer otra cosa.
No he podido olvidarlos, como un recuerdo que delimita la inocencia. Me he sentido perseguido, pero ha de ser otra cosa lo que siento y me tiene cansando, pues esos ojos nunca se encuentran detrás de mí.
Henry
Actualmente volcando todos mis escritos a esta plataforma, esperando conseguir aunque sea una línea, un pequeño verso.
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