En el umbral del cuarto sin nombre,
donde la tarde enferma su propia luz,
yo —piedra que recuerda haber sido carne—
me hablo con una voz que ya no me pertenece.
He olvidado cómo amar.
Lo supe cuando las manos comenzaron a enfriarse
y el tacto se volvió un gesto inútil
sobre cuerpos que ya no esperan nada.
El silencio gotea desde el techo como una fiebre.
Cada lágrima no llorada
ha tallado un estanque donde flotan
los rostros de las que quisieron salvarme.
Pero yo era sólo un cuerpo con la forma de un error,
hecho de un molde resquebrajado
por las risas de otros,
por vestidos que juraban cosas que el alma no decía.
He oído decir que la belleza duele,
pero el dolor sin belleza
es más cruel que cualquier espejo.
Porque uno se mira
y no hay nadie.
He dicho “te amo”
como quien lanza una piedra al abismo,
esperando que algo lo devuelva.
Pero el eco rompe sus promesas
como el mármol se parte
al recordar que alguna vez fue estatua.
A veces sueño con piscinas llenas de cuerpos hermosos,
y están todos muertos.
Mártires de un dios llamado Aprobación,
que se alimenta del desprecio propio
y de labios que no saben besar sin mentirse.
Esta es la última vez que habito esta piel.
Ya no quiero ser yo,
este yo que se cae dos veces al día
como una hoja que se niega a morir en paz.
Esta boca que repite letanías
que no consuelan ni salvan,
solo pudren.
Y este corazón,
descompuesto como un fruto
que fue ofrecido y jamás tomado.
Miro al espejo.
Ella me mira también.
No dice nada,
pero sus ojos gritan:
"Tú sabes cómo me quiebro."

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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