El río de las penas

Dicen por ahí que, cerca del río, vive un chico llamado Julio. Todas las tardes, después de la escuela, pasa por el río y se sienta en las rocas. Mira al vacío, al río violento que sacude sus aguas. Se queda quieto, observando, mientras el viento lo abraza. Su pelo moreno danza como si fueran olas, pero sus ojos están quietos. Apagados, vacíos, oscuros. No hay un faro que ilumine su norte. Su uniforme escolar está impecable, sus facciones son hermosas. Pero, ¿de qué sirve? Aquel chico está roto.

A las cinco y media de la tarde, Marta se sienta en el jardín a disfrutar de unos mates con unas mandarinas. Esa es la hora en la que pasa el chico, camina mirando al piso, pero sabe muy bien hacia dónde va: al río. Los ratos que pasa sentado son cada vez más largos y, cuando emprende su camino a casa, sus pasos son tan pesados como las rocas que rodean al río. Marta siente pena por su compañero de la tarde porque, sí, son dos personas solitarias mirando el río. Cada uno desde su lugar, pero conectados por un mismo sentimiento.

Una tarde, Marta se anima a acercarse lentamente a Julio. Lo hace con cautela, como si se acercara a un pequeño gato. No sabe si saldrá corriendo o si atacará. Tal vez termine siendo víctima de puteadas de primer grado. Por suerte, no pasa nada de eso. En silencio, con una sonrisa amigable, Marta estira su mano y le ofrece una mandarina. Julio la mira con el ceño fruncido un momento y luego observa la fruta. Con cuidado, acepta esa ofrenda amistosa. Marta se sienta a su lado y comen juntos en silencio, mientras ven cómo el sol se despide de ellos y del río. Cada vez que mira el agua, Marta desea que el río arrastre todo su dolor, y come mandarinas para que el momento no sea tan amargo. Se pregunta por qué Julio va al río.

Lo que ella no sabe es que, justo esa tarde, sin darse cuenta, lo salvó.