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El refrigerador de Mariana

Dec 14, 2025

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El refrigerador de Mariana
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Trabajar en un bar era como vivir dentro de un reloj: mismo ritmo, mismas caras, mismas conversaciones que giraban y giraban sin avanzar. O al menos eso era lo que sentía Mariana. Había tomado aquel empleo para juntar algo de plata y, con suerte, mudarse antes de que la convivencia con su ex la terminara de envenenar. 

Aquella mañana el bar seguía igual que siempre. Un par de clientes habituales, un vendedor ambulante que tomaba un café sin azúcar del cual regateó un par de pesos, dos turistas buscando señal de Wi-Fi para orientarse con el GPS. Nada fuera de lo común.

Hasta que el muchacho entró.

Era lánguido, torpe al caminar, con expresión de quien lleva tiempo sin dormir bien. La camisa mal abotonada. Un detalle insignificante, si no fuera por las manchas secas en el cuello que, a la distancia, parecían sangre, vino o salsa. Era imposible asegurarlo desde la barra.

“Que no se siente en mi sector, que no se siente en mi sector”, pensó Mariana como si fuera un mantra capaz de realizar milagros.

Pero el eligió la mesa pegada a la ventana, una de las suyas.

Cuando ella se acercó con la carta, el chico le sonrió tímidamente. Habló bajito, como si temiera molestar.

—Perdón, ¿todavía sirven desayuno? —preguntó.

Su voz chocaba con su aspecto: era suave, educada, demasiado calculada. Y sin embargo, algo en su mirada la inquietó. No supo qué. Un brillo extraño e intenso, o quizá… la falta de él.

Lo atendió intentando sacudirse el mal presentimiento, pero cada gesto de él la dejaba con la sensación incómoda de estar viendo dos personas a la vez. Por ejemplo, cuando él pensó que ella no lo veía, se llevó la mano al cuello y frotó las manchas con el pulgar, como si quisiera asegurarse de que seguían ahí. Sin embargo, cuando Mariana se acercó de nuevo, el chico escondió la mano bajo la mesa y se disculpó por estar “un poco dormido”.

También notó que mientras esperaba su pedido, jugueteaba con el cuchillo de mesa, pasándole el dedo por el filo con una concentración casi hipnótica. Pero al advertir que ella lo estaba mirando, soltó el utensilio como si se quemara y fingió revisar el menú, sonrojado.

El tarareo fue lo que más la inquietó. Un sonido bajo, repetitivo, casi mecánico, que cambió de inmediato cuando ella se acercó, convirtiéndose en una melodía pop reconocible. Como si hubiese activado un interruptor.

Mariana trató de ignorarlo; todos los días llegaban clientes que caían dentro de un espectro de normalidad propio del local. Todos vivían sus propias historias. Quizá el chico tenía problemas, o venía de una pelea, o trabajaba en una carnicería —una señora en otra mesa incluso lo comentó en voz baja, como si fuera explicación suficiente.

El muchacho se fue sin más. Pagó exacto, dejó una propina modesta, murmuró “gracias” sin mirarla y se perdió entre la gente de la calle.

Al retirar su plato, Mariana vio que había dibujado algo con un hilo de mermelada. Un ojo. O quizás solo eran líneas sin sentido. Tal vez su mente ya estaba saturada por la rutina y la convivencia tóxica con su novio.

El resto del día transcurrió sin ningún otro incidente. Los clientes habituales volvieron, el dueño del bar revisó el dinero de la caja, una amiga le envió un audio contándole un chisme, y ella caminó de regreso a su departamento con la sensación difusa —pero no precisa— de haber exagerado sobre aquel muchacho misterioso.

Al llegar, el silencio la recibió como siempre. Su ex no salia a su encuentro desde hacia varios dias.

Entró a la cocina, tiró la mochila sobre la mesa, abrió la nevera para buscar agua fría y exhaló un suspiro satisfecho.

—Buenas noches, amor —susurró, con una dulzura doméstica.

La luz blanca estalló desde dentro de la heladera, donde los contenedores estaban apilados delicadamente, como una colección privada, dentro había carne. Un brazo doblado sobre sí mismo; las piernas, cortadas violentamente mostraban bordes astillados. En el torso, se dejaban ver fibras húmedas que todavía parecían tensarse por el frío. Y arriba de todo, la cabeza, envuelta en film, con los ojos semicerrados y un coágulo seco en la comisura del labio de su novio, brillaba bajo el plástico como un fruto envenenado.

Cada recipiente tenía una etiqueta escrita con una caligrafía dulce, absurda para semejante inventario.

Mariana sonrió, tranquila.

Carnicería… sí. Capaz la señora del bar tenía razón.

—¿Dónde vivirá el muchacho de la camisa manchada? —murmuró para sí misma, mientras cerraba la puerta de la heladera con un click suave.

Rafael Noguera

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