En la sala de estar, ahí me hallaba, testigo silente del tic-tac inquebrantable. Los minutos corrían —como perros hambrientos tras un rastro de carne— y ninguno volvía por mí. Pensé entonces que tal vez el tiempo no se inclina ante los que caminan midiendo cada paso, con una mirada que desprecia más de lo que aprecia. Una criatura atrapada en su propio pesimismo.
Entrecerré los ojos, recorriendo con la mirada un mundo ajeno: nada de esto me pertenecía. No hablo de posesiones, no. Me refiero a esa presencia invisible que da sentido al tener. Todo parecía tener dueño, menos yo. Era como si el mundo estuviera demasiado ocupado siendo de alguien más. Un alma barata con un corazón pesado, incapaz de llamar “suyo” a algo que no fuera su propia sombra. No entendía cómo el mundo me tocaba —como si me rozara sin querer—, y entonces elegí aferrarme al único eco que aún osaba amarme: un error. Un error que se repetía con cada vacío. Un corcho torpe taponando un abismo sin fondo.
Esa noche miré mi pecho como si desde allí brotara algo más que sangre. Algo que no cesaba, que fluía sin tregua. El reloj seguía. No se detendría por alguien como yo, que lo miraba con juicio, que veía su fragilidad y la odiaba. Lo culpé por mi propio agotamiento. Me levanté entre el carmesí, la camisa empapada del interior que callaba. Caminé hasta la vitrina, donde mi enemigo se escondía moviendo sus agujas.
Entonces se detuvo. Por un instante eterno, aquel fugaz me enfrentó. Y me vi reflejado en el cristal de su morada. Un rostro hueco, marcado por el peso del juicio. Pesimista. Derrotado. Caprichoso. Y sin fe. Yo estaba ahí. Yo era lo que observaba. Yo era quien no sabía amar, y tampoco creía ser digno de ser amado.
Yo soy el enemigo.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.


Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión