Los que vivimos en la ciudad con el alma en otra época, sabemos que el infierno no está abajo: está más cerca. Lo pisamos cada día, sin saberlo. En los andenes, en las escaleras mecánicas que no funcionan, en los silbidos que no tienen dueño.
Ese miercoles bajé al subte como cualquiera, apurada, con auriculares puestos y la mente disociada, pensando que en cualquier estación en la que bajara podría haber un destino.
Era la línea A, estación Lima. Llena de olor a encierro, a metal caliente y perfume barato. Me senté en el último vagón, al fondo, donde siempre hay un asiento suelto.
Ahí estaba él.
Tenía uniforme de Metrovías pero sin logo. Llevaba una carpeta de cuero negro y una linterna apagada. No tenía cara de guía, ni de inspector, ni de loco. Era otra cosa. Como si supiera demasiado. Como si su trabajo no fuera técnico, sino secreto.
Me dijo sin saludar y casi sin mirarme a la cara
—El subte no es un medio de transporte. Es un mapa de almas.
Yo le sonreí con cortesía porteña, algo falsa, algo cansada, algo casi automático esa nefasta cortesía que usamos para que los que nos ven y hablan de la nada no se acerquen más. Pero igual no funcionó.
—¿Te puedo mostrar algo?
—Depende qué.
—Tu reflejo, en los túneles.
Eso me descolocó, ya nose si estaba hablando conmigo misma.
Le pregunté si era poeta o algo así, también pensé en que quizá era esquizofrénico o border, porque siempre me topo con alguno (casualmente con la necesidad de ser escuchado)
Me dijo que no, que era guía de zonas no cartografiadas. Que el subte tiene más ramales de los que se muestran. Túneles ciegos. Rutas que no van a ninguna estación pero que se activan cuando alguien pierde el rumbo de sí mismo.
Le segui el hilo
—¿Y cómo sabés cuándo pasa eso?
—Lo escucho en el estertor del metal, en el temblor antes de que el tren llegue.
—¿Y a mí qué me viste?
—Que estás en una encrucijada. Que dudás entre el amor y la huida. Que tu sombra te persigue y vos la abrazás dormida.
No supe qué decir. Solo bajé la mirada.
Él se paró.
—Si querés bajarte en la estación sin nombre, tocá la manija roja.
—¿Cuál manija?
—Esa que nunca viste.
Y de pronto, la vi. Una palanca oxidada que colgaba en el pasillo del vagón, que juraría que no estaba antes.
Él bajó en Alberti. Se despidió como si me conociera de otra vida, con una mirada que pesaba.
—Vos ya me llamaste. Sólo vine a mostrarte el desvío.
Desde entonces, a veces viajo sin destino. Me subo a cualquier subte, en cualquier hora. Busco la manija roja. No siempre está. Pero cuando aparece, sé que algo en mí se movió.
Y lo escucho, en el traqueteo del tren, en la luz que parpadea..
“No sigas la línea. Desviate. Donde te perdés, se abren las puertas.”
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