¿En qué momento se excede la marginalidad para alcanzar la delincuencia? Esta pregunta, incómoda y necesaria, desenmascara una de las falacias más peligrosas del debate contemporáneo: la idea de que la falta de oportunidades automáticamente convierte a un ser humano en un ladrón. No, no es así. Y no reconocerlo no solo perpetúa la ignorancia, sino que construye una sociedad donde la responsabilidad personal se diluye entre excusas baratas de dispositivos previamente construidos.
La marginalidad —vivir al margen de las normas sociales y económicas— puede tener múltiples causas: exclusión, pobreza estructural, abandono estatal. Pero convertir esa situación en un pasaporte hacia el delito es una decisión moral, no un destino inevitable. No todo marginal es delincuente, ni todo delincuente es víctima. La elección de violar la propiedad privada, la vida o la dignidad del otro es, en última instancia, un acto voluntario. El ser humano, aun en condiciones adversas, posee capacidad de juicio: la ética no se suspende por el hambre ni por el resentimiento.
Un reconocido autor lo entendió con brutal claridad: sin ley, sin orden, el hombre se vuelve lobo del hombre. Pero éste no sugiere que todos debamos abrazar la barbarie porque la vida es dura. Más bien propone un contrato social, un esfuerzo racional para superar el estado de naturaleza. Si cada dificultad justificara el delito, entonces no existiría ni contrato ni civilización, sino una selva eterna.
Hoy, sin embargo, buena parte del discurso público —alentado por progresismos culposos y populismos cínicos— sostiene que robar es casi un acto de resistencia política. ¿Poca educación? Robo. ¿Pocas oportunidades? Robo. ¿Estado ausente? Violencia. Así se alimenta una cultura parasitaria donde se romantiza al victimario y se revictimiza al honesto. Mientras tanto, millones de pobres —de verdad pobres— siguen trabajando dignamente, ajenos a esa maquinaria ideológica que los desprecia tratándolos como animales incapaces de elegir el bien.
La historia argentina es pródiga en ejemplos. En las peores crisis —como el derrumbe de 2001— no todos salieron a saquear supermercados. Hubo hambre, hubo desesperación, pero también hubo dignidad. Aquel que, aún en la miseria, respeta la vida y el esfuerzo ajeno demuestra que la línea entre marginalidad y delincuencia no es una cadena ineludible, sino una bifurcación moral.
Por supuesto, las condiciones materiales importan. La exclusión y la miseria deben ser combatidas. El Estado tiene la obligación de generar oportunidades, educación y trabajo. Pero ninguna injusticia social justifica atropellar los derechos del otro. El reclamo por una vida digna no puede confundirse con el saqueo. La lucha por la justicia social no habilita la impunidad.
Aceptar esta confusión no sólo degrada la política: degrada la humanidad misma. Nos infantiliza como sociedad. Nos convierte en cómplices de los que creen que vivir al margen les da derecho a vivir del otro. La compasión mal entendida es veneno. Termina legitimando el horror cotidiano: el vecino asesinado por un celular, el comerciante fundido por robos sistemáticos, el trabajador que duerme con miedo.
El desafío político y ético es claro: comprender la marginalidad, atacar sus causas, pero jamás justificar el delito. El pobre que roba no es menos culpable que el rico que roba: la pobreza explica, pero no exculpa. El hambre empuja, pero no obliga. El delito, en última instancia, es una decisión, no un mandato social.
Y si no somos capaces de entender esta verdad sencilla, más nos vale prepararnos para vivir en una sociedad donde el único derecho real será la fuerza. Porque el primer ladrón roba un pan... pero el último te roba la patria. ¿Y vos, vas a seguir comprando la mentira de que ser marginal te condena a ser basura?
Por: Giunico.
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Giunico. Todólogo y opinólogo. El filtro para el café, no para las ideas. Esto no es una cátedra, ni una redacción obediente: es una charla de café por escrito. Córdoba, Argentina.
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