La costa sufría una plaga de alguaciles. Sobrevolaban de a cientos, venían desde el mar y avanzaban azarosos hasta perderse por las calles. Una vez dentro del pueblo, se dispersaban. Era un misterio. Cómo si no existieran y fuera una ilusión comunitaria que ocurría solo en el calor de la playa. Entre el mar y los médanos se abría un portal. Uno realmente confuso.
Parada en la bajada de madera, observaba esa secuencia con una curiosidad módica. No me interesaba tanto como para indagar en el asunto, así que continúe mí camino hasta subir al barco. Abajo, unos puestos de alimentos y artesanías se distribuían caoticos sobre la arena. Todo era extremadamente barato, y más de uno llamó mí atención. Pero debía continuar lo que había empezado, por lo que saqué un fajo de billetes, que guardaba bajo mí gorro, y se lo extendí al tripulante que estaba en la barandilla. Fumaba tabaco barato, y el humo ácido me obligaba a parpadear continuamente. No lo contó, y aún con el fajo en la mano, asintió con la cabeza, y subí. Arriba todo resbalaba, y debía tener cuidado como si fuera una criatura que recién dejaba de gatear. Lo busqué por toda la proa, subí la escalera, pregunté a la tripulación apurada que bajaba y subía bolsas, y no respondían. Era un fantasma surgido del trigal, o al menos eso parecía.
Una gaviota me robó el alma ese día. Lo supe al girar sobre mí, en dirección a la popa, y verla aparecer bruscamente y posarse en la baranda. Me miraba fijo, como si me conociera. Cómo si fuéramos lo mismo. Fue extraño el darme cuenta tan rápido. Verme reencarnada en los ojos de esa ave. Seguirla con la vista hasta que desapareció entre las olas, que rompían saladas sobre la arena. Me había asegurado un futuro en esta tierra. Cuando este cuerpo se estuviera pudriendo, mis oídos escucharían la música del campo. Sobrevolaria algún puerto y, por qué no, devoraria carne en lugar de espigas.
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