El puente

El puente está roto; lo escucho, siento lentamente cómo se quiebra. Algunos rincones de madera aprietan, intentan remar las penas, pero la marea se volvió tormenta y ya no hay quien la detenga.

El puente se rompe, lo sé muy bien, y junto a él se derrumban ilusiones, deseos del alma que, por un instante, quisieron existir. Ahora solo se desvanecen, transformándose en gotas que, precisamente, no vienen de la tormenta.

El puente está muriendo. Nadie puede reconstruirlo. Necesita que algo lo salve, pero ya no hay quien pueda llegar hasta aquí. El vacío es tan grande que no existe medida capaz de alcanzarlo. Habita en lo más profundo del puente, o tal vez decidió abandonarlo, porque ya no siente nada y nada parece vivir en él.

Nadie camina por el puente, pero nadie nunca lo hizo, al menos no honestamente. Ya no existe quien lo visite, y él tampoco se deja ver, pues muchas de sus roturas fueron causadas por huellas de lealtades oxidadas. Fue puente de paso seguro para pies que escondían clavos y juraban pisar despacio.

Miles de promesas encadenadas al puente juraron eternidad, pero él ya no cree en nada. Y así las deja ir, una por una, arrastradas por la corriente. Algunos dicen que volverán, que en su reencuentro el puente renacerá.

Pero lo roto… roto está.