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    El Psicólogo de mi cabeza

    Jul 26, 2024

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    El Psicólogo de mi cabeza
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    Pase adelante y se sienta, me dice el psicólogo de mi mente

    ¿No me acuesto en el sillón?, le pregunto

    No, ya eso no se usa.

    Ah, charita. Me gustan los clásicos. 

    Pero como es mi mente donde veo al psicólogo entonces me reclino en el sillón, que resulta ser rojo, como en las películas.

    Me quedé despierta a media noche esperando que la inspiración y el sueño llegaran quizás tomaditas de la mano. Pero no llegó ninguna.

    Tenía cita con el psicólogo que me imagino a diario. Él es como una nube, no le he visto la cara, pero tiene forma humana y voz ronca de las que me aprovecho para analizarme.

    Me pregunta, ¿Cómo te fue esta semana?

    Esa sería  invitación suficiente para mí para bombardearlo con mis razones, excusas, mi demencia y mi falta de sosiego, pero me quedo callada pensando en qué responderle.

    Me dice tómese su tiempo.

    Le digo que su oficina es un poco fría. Lo menciono porque no me gusta el frío.

    ¿Por qué no te gusta el frío?, me pregunta como si leyera mis pensamientos.

    (Está en mi cabeza, es obvio que conoce mis pensamientos.)

    Cambio de tema para no decirle que el frío me recuerda que estoy sola.

    Me brinca una lágrima traicionera por el lado derecho. Es el lado opuesto a donde se sienta el psicólogo entonces no la nota. Aún no sé cómo se llama así que sólo lo llamo 'doctor'.

    Me avergüenza la soledad. Me da pena, por eso me la expreso de las formas más ambiguas. A veces quedándome sola, a veces buscando compañía.

    Es triste lo que te pasó, me dice.

    ¿Usted qué sabe de tristezas? Usted ni siquiera existe.

    Cuéntame lo que te pasó.

    No logro decírselo ni siquiera a mi psicólogo imaginario. 

    Se fue alguien importante, le digo. Se fue y no fue culpa suya. Tampoco fue culpa mía. No puedo culpar a nadie. No. Esta vez no puedo culpar a nadie.

    No puedo odiar a nadie tampoco.

    Simplemente, no quedó nadie con quien enojarme.

    ¿Y ahora?, me pregunta, ¿ahora qué haces para sanar?

    Vivir, le digo. Es mi actividad favorita. Aunque a veces me encierro en un zapato de cerámica que tengo y me pongo a vivir como la viejita del cuento, sin que nadie sepa que he hecho de una bota mi casa. Es que no quiero compartir las penas que son mías, ni las cuentas que las voy pagando a como llegan, ni compartir el recuerdo que es solo mío.

    ¿No se entera nadie de tu pena?

    No, porque he desarrollado un talento para gemir el llanto en lugar de llorarlo. Me ahogo en un  vaso de silencio y me bebo la evidencia. Y a la mañana siguiente ya nada es pena, solo un cuento amargo de la madrugada.

    Y cuando miras por la ventana ¿qué esperas?

    Nada. Ya nada espero. Quizás tan solo una tregua. 

    ¿Y que no duela tanto?

    Lo miro recordando que él me conoce muy bien. 

    Ah, qué doctorcito este, que me lee como la palma de la mano.

    Me dice la sesión se acabó. Le pregunto que cuánto es.

    Se ríe porque sabe que igual nunca le pago.

    Eso es lo bueno de tener un terapeuta imaginario.

    Beatriz Núñez Alpízar

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